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1222 1 Enero 2013

 

COTIDIANAS
Reflexiones de Año Nuevo
Margarita Hernández Contreras

Dallas.- Comienza el año: otro ciclo que dividimos en estaciones, meses y días, horas y minutos. ¿Nos habremos dado tiempo para la reflexión? Mi memoria es pobre y falta espacio como para hacer un inventario de ese segmento de tiempo que denominamos año viejo. Lo que sí es cierto es que dentro del transcurso interminable del tiempo, ese año viejo tal vez ni a parpadeo llegue y, vistas así las cosas, nuestra existencia es más bien insignificante.

A sabiendas de eso, bien pudiéramos consolarnos y decir como le atribuyen al ebrio, filosófico y lloroso: “No somos nada, compadre, no somos nada”. No obstante, no podemos vivir nuestros días bajo esa premisa. Recordemos que para nosotros, en el mejor de los casos, nuestro universo se delimita al breve tiempo que comprende la cercanía de los ochenta años. Ocho décadas para habitar este planeta que tal vez se congele o se caliente acabando con nosotros; que acaso nos entierre con terremotos y fallas geológicas; o quizá arrase con nosotros en maremotos y tsunamis. Y lo deplorable: que no necesitemos de fenómeno natural alguno porque para acabar con nosotros, bueno, nos pintamos solos. (Es lamentable que se pueda hacer una muy, muy larga lista de ejemplos.)

Pero mientras son peras o son manzanas, resulta que aquí estamos. Sí, la vida es peligrosa, es un riesgo, es frágil, es incierta, es impredecible, es un albur. La vida es misterio y enigma. ¿Qué vamos a hacer con ella? Le tengo más preguntas: ¿Es cierto que controlamos el curso de nuestra vida con eso que llamamos libre albedrío o volición? ¿Hay un destino predeterminado que tengamos que cumplir y cada una de nuestras acciones no es más que la realización de dicho destino? ¿Hasta qué punto podemos rebasar el signo de nuestros antepasados y redefinirnos? ¿Hay algún plan eficaz que podamos seguir para lograr la convivencia armónica entre las naciones y entre los seres humanos, la resolución pacífica e inteligente de nuestros conflictos? ¿O la violencia, destrucción y división son inherentes a nuestra esencia de modo que no importa lo que hagamos, acabaremos, tarde o temprano, recurriendo a éstos inexorablemente?

No hay respuesta absoluta a estas preguntas y tal vez allí esté el problema. Sin embargo, no está de más reflexionar sobre ellas. Lo cotidiano nos exige tanto que a veces no nos detenemos a filosofar, pero estas preguntas nos las hemos planteado desde que el ser humano piensa, desde la noche primera en que divisó las estrellas y quedó perplejo.

Es probable que lleguemos a la máxima del sabio: “Yo sólo sé que nada sé”, pero también existe la posibilidad de que logremos dilucidar algunos argumentos que le den una razón personal más profunda a nuestra vida, así sea corta e insignificante, una razón con la cual se pueda superar esta incómoda y difusa sensación de que vamos muy aprisa y sin sentido; de que sería bueno el silencio y el respirar a conciencia; que sería buena la taza de té viendo por la ventana; que pongamos los frenos a esta enajenante forma de vivir regida por las posesiones y el afán de poder; que hay que aspirar a cierta espiritualidad, algo que alimente el alma, aunque bien a bien no sepamos qué es pero sin duda nos hace el ser que somos.

Tal vez para eso sirvan estos ciclos en que hemos clasificado el tiempo, para encontrar un momento que nos permita recuperar el aliento, recobrar el rumbo. No los desaprovechemos.

 

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