Suscribete
 
1271 11 Marzo 2013

 

COTIDIANAS
Mi hija al piano: mi deber de madre
Margarita Hernández Contreras

Otra vez para mi hija

Dallas, Texas.- La semana pasada me llevé una sorpresa agradable. Marido y yo estábamos viendo la tele. Un sonido más bien inusual llegó a mis oídos. Le pedí a Marido que pusiera el televisor en Mute y me dediqué a escuchar los agradables sonidos de mi hija tocando el piano.

Desde los cuatro o tal vez cinco años mi hija toma clases de piano. Reconozco que es más un rollo mío. Me explico:

En uno de nuestros viajes al estado de Washington para la pizca de la manzana, terminamos viviendo en una casita móvil muy mona dentro del terreno de nuestros patrones, cerca de su hermosa casota. Ellos, los Sorensen, eran cuatro como nosotros. Personas muy buenas y afectuosas. El pequeño, Kelly, como de 10, se venía con nosotros cuando mi mamá hacía tortillas de harina y el niño se las comía con mantequilla y mermelada, encantadísimo, hasta que un día lo hicimos sufrir la gota gorda dándole una con chile. El pobre Kelly nomás lloraba pero no dejó de comer. La señora le pidió a mi mamá que si le enseñaba cómo hacer las tortillas.

Su hija, como de 14 y cuyo nombre no recuerdo, estudiaba piano. Un día me enseñó a tocar usando sólo tres teclas la cancioncita infantil “Mary Had a Little Lamb” en un lustroso piano negro de cola que tenían en su sala. Yo, de 12, quedé prendada del extraño y desconocido instrumento y tamborileaba la cancioncita, yo creo que hasta dormida.

En una ocasión andando por el centro de Wenatchee, resulté jaloneada al interior de una tienda de música, interesada en repetir en uno de los pianos la cancioncita que me había enseñado la hija de los patrones. En eso se acercó el que ahora supongo era el dueño y muy amablemente tomó esas tres teclas y haciendo uso de prácticamente todo el teclado tocó “Mary Had a Little Lamb” convirtiéndola para mis oídos cautivos en una maravillosa experiencia sinfónica. El piano se convirtió en un secreto e imposible anhelo.

Casi tres décadas después viviendo en un departamento de San Antonio en la lavandería del complejo, encontré un anuncio que decía que una tal Nancy daba clases de piano. Cuando me comuniqué con ella y le dije que no tenía piano, me dijo que podíamos empezar con un teclado electrónico. Me compré uno barato y empecé a tomar clases con Nancy que venía al depa a darme la clase.

Por ella supe de un vecino hispano muy amable cuyo nombre tampoco recuerdo. El departamento de este homosexual era un bazar. El reducido espacio era un lugar lleno de cosas asombrosas y exquisitas. Entre ellas un piano alto y recto de madera oscura que, digamos Francisco, me vendió en abonos. Me lo vendió en $500 y aceptó que le pagara $50 cada mes.

Yo esperaba que me dijera que me llevara el piano en cuanto hicimos el trato pero no. Tuve que esperar los 10 largos meses.

Lo más sintomáticamente neurótico de mí fue el día que bajamos (no recuerdo cómo) mi piano del segundo piso a nuestro departamento. Cuando el piano encontró una pared contra la cual recargarse, yo sintiendo no-sé-qué-ni-con-qué-hondura, me senté en el piso resguardándome como mejor pude debajo del teclado y me solté a llorar muy largamente tocando su madera como si fuera la piel del hombre más deseable de la tierra (digamos Pedro Infante).

Ese piano sigue conmigo. Pero no sé tocarlo. Por unos tres o cuatro años (que no es gran cosa en el mundo de la música) tomé clases aquí en Dallas con dos o tres mujeres pero leer la música se me complica mucho. No sé darle valor a esas bolitas en el papel.

Por uno de los afinadores que ha tenido, sé esto de mi piano: es de caoba hondureña, las teclas son de marfil y ébano, las cuerdas son de cobre y cumplió 100 años en 1997. El dueño anterior o era vegetariano o lo tocó muy poco porque, según me explicó, los carnívoros soltamos aceites a través de la piel que manchan el marfil y las teclas de mi piano dada su edad entonces estaban muy blancas. También me dijo que dada la extensión de sus cuerdas, para reproducir su sonido semejante se necesita un piano de cola. Uno de dichos afinadores lo valuó en $2,500.

Jamás de los jamases se me ha ocurrido venderlo. Será de Valentina. Y desde que toma clases se lo ha apropiado.

Valentina estudia piano a regañadientes. Y sé que no debiese esperar que ella realice mis anhelos frustrados para yo vivirlos vicariamente pero cuando leí que la música también ayuda a los niños en el aprendizaje y la asimilación de las ciencias exactas, decidí que de alguna forma ella podía esperar que yo encontraría la forma de ayudarla a que le agarre la onda a las matemáticas.

Y nada más por eso es que sigue estudiando piano. ¡Es mi deber de madre!

 

Su nombre :
Su correo electrónico :
Sus comentarios :

 

15diario.com