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1281 25 Marzo 2013

 

El asalto al cielo
Víctor Orozco

Chihuahua.- Con esta exaltada frase se le ha llamado en la tradición de las izquierdas a la Comuna de París, insurrección popular ocurrida en la capital de Francia entre el 18 de marzo y el 28 de mayo de 1871. La audacia de los de abajo, que se atrevieron por primera vez a tomar en sus manos el poder, fue castigada con una de las más sangrientas represiones en la historia de las luchas sociales. En una semana, fueron fusilados treinta mil comuneros.

Dice un escritor que los versalleses, como se les llamó a los soldados atacantes, tan franceses como sus víctimas, hacían que los prisioneros mostraran las manos, buscaban los callos de la garlopa, del martillo o de cualquier herramienta. Era el signo inequívoco de que habían participado en la rebelión: eran trabajadores y por antonomasia insurrectos. De allí pasaban directo al paredón, donde muchos se enfrentaban a la muerte con risas y burlas.

Víctor Hugo, quien apoyó a la comuna y disintió de ella a la vez, cantó en un poema el carácter de uno de estos combatientes, un pequeño comunero: “En una barriada, en medio de adoquines/Sucios de sangre culpable pero ya limpios por sangre pura,/un niño de doce años cae preso entre los hombres/ –¿Tú eres de éstos? –El niño dice: somos./Está bien dice el oficial, te vamos a fusilar/Espera turno/El niño ve el fulgor de los disparos/Y como caen sus compañeros al pie del muro./Le dice al oficial: permítame que vaya/A llevarle este reloj a mi madre que está en casa./¿Quieres escaparte? –Vuelvo enseguida –¡Estos bergantes/Tienen miedo! ¿Dónde vives? –Allí cerca de la fuente./Y vuelvo enseguida, señor capitán./–¡Lárgate pícaro! –El chico se va, –¡Muy basto el truco!/Y los soldados reían junto a su oficial,/Y hasta los moribundos a sus estertores mezclaban la risa;/Pero la risa cesó, pues de repente el chico, pálido,/Reapareció bruscamente, altivo como Viala,/Fue a adosarse al muro y les dijo: Aquí estoy”.

Por su parte, un historiador recogió el testimonio de un joven practicante de medicina, inglés, quien se admiró del comportamiento de un batallón de mujeres, probablemente el de la indoblegable Luisa Michel: ellas peleaban como demonios, lejos mejor que los hombres, dice. Tuvo la pena de ver masacradas a cincuenta y dos de estas guerreras, aún cuando ya estaban desarmadas y rodeadas por las tropas. Escuchó a una prisionera, acusada de haber matado a dos de sus atacantes. Dijo a sus interrogadores que había perdido dos hijos en Neully, dos en Issy y que su esposo había muerto en las barricadas que ella había estado defendiendo. También esta mujer fue fusilada. Los lugares que mencionó fueron escenarios de batallas contra los alemanes.

¿Por qué el ataque y el odio brutal, absoluto, en contra de estos patriotas y libertarios al mismo tiempo? Ambos vienen de muy hondo en las luchas de clases libradas durante el siglo XIX. La gran revolución de 1789 había dado pauta a muchos vientos: los del capitalista ávido de ganancias capaz de llevar la explotación de los asalariados hasta su muerte; los del intelectual racionalista enemigo de la fe religiosa y de todo tipo de enajenación; los del republicano que confiaba en que la igualdad ante la ley traería consigo, a la postre, la igualdad social; y también los de aquellos que aspiraban a la revolución completa, a la supresión total de las desigualdades.

Todas las tendencias se desarrollaron a lo largo de la centuria, aun las de quienes aspiraban a retornar al antiguo régimen de aristócratas y clérigos gobernantes. La Comuna de París enseñó de pronto en unas cuantas fugaces jornadas, el rostro de una revolución social, que hizo retroceder espantados a los dueños y a los funcionarios. Asumieron que estos rebeldes eran sus reales enemigos, no los prusianos que sitiaban a la ciudad, matándola por hambre y que cercenaban pedazos del territorio francés. De allí la saña con la que obraron durante mayo de 1871 y en los años siguientes.

No obstante, las medidas instrumentadas por los comuneros, no eran el socialismo, apenas representaban lo que entonces se reivindicaba como la “república social”, consigna en la que se recogían las viejas y las nuevas aspiraciones: igualó salarios de obreros y funcionarios, congeló las rentas, estableció la educación pública y universal, separó la iglesia del estado, estableció la revocación del mandato para todas las funciones públicas, ocupó fábricas abandonadas por sus dueños. El programa se inscribía en lo que hoy llamaríamos estado de bienestar, pero sus autores y ejecutores apuntaban hacia una sociedad sin privilegios.

Eran los de abajo que se habían atrevido a ocupar los sitiales y los resortes del poder. No todos, pues a pesar de que se hicieron de los fusiles y los cañones, se detuvieron respetuosos en los umbrales del Banco de Francia y nunca interrumpieron la corriente de oro que financió a sus implacables enemigos. Ingenuamente, no tomaron el gran arsenal.

Los nuevos cauces, reivindicaciones y motivos de las luchas sociales, revisten enormes diferencias con la gesta de los comuneros franceses de hace ciento cuarenta y dos años. Se ha transformado la composición de los habitantes en las grandes ciudades, en cuya población ya no son dominantes los artesanos, los trabajadores por cuenta propia o estos tipos sociales híbridos entre asalariados y minúsculos propietarios.

Comunicaciones y extensión de los lazos económicos, políticos y culturales, han hecho del mundo una “aldea global”. Sin embargo, la Comuna de París, en su lejanía, condensó las cuestiones teóricas y prácticas que siguen apremiando a la humanidad: ¿los gobiernos están para servir a los dueños del dinero o a la sociedad?, ¿defender las patrias exige también arrebatar su usufructo a las élites y entregarlas al pueblo?

Estos hombres y mujeres se desangraron primero para impedir que los prusianos pusieran la bota en suelo francés, comieron ratas durante los cuatro meses del sitio a París, empeñaron sus instrumentos de trabajo, sus hijos corrían y corrían por las calles a media noche, para evitar el congelamiento y luego, ¿a quién le pertenecía la patria?, ¿quiénes pactaron con el enemigo para conservar su riqueza? Las respuestas saltaban a la vista y por eso se fueron a la revolución. Por eso intentaron alcanzar la utopía que sigue moviendo a millones y tan sólo por eso vale la pena recordarlos.

Los mexicanos tenemos, en agradecimiento, un motivo adicional. En marzo de1871, la mayoría de los antiguos aristócratas, banqueros, grandes propietarios, abandonaron la ciudad apenas comenzaron las masas a tomar las armas. No todos lo hicieron a tiempo.

Uno de ellos, fue Juan Bautista Jecker, el antiguo usurero que prestó dinero al gobierno conservador de Miguel Miramón durante la guerra de reforma. La deuda, desconocida por el presidente Benito Juárez se multiplicó varias veces en el papel. El astuto suizo se nacionalizó francés, asociado con parientes del emperador y convirtió el caso en materia de reclamación de Francia a México.

Las tropas de Napoleón III que desembarcaron en Veracruz en 1862, venían a instalar un gobierno títere en México y de paso, a cobrar los famosos “bonos Jecker”, que a estas alturas estaban ya teñidos de sangre. Ya se sabe que los vencedores en Crimea y en Italia, finalmente regresaron a Europa, sin gloria alguna. Jecker se quedó en París para su mala suerte. Al final de la comuna, fue identificado y ejecutado por su indigna conducta frente a México, que recibió así justicia.

La Comuna legó símbolos, valores y ejemplos para la posteridad, entre ellos, La Internacional, el himno del proletariado mundial, ahora casi en desuso. Fue compuesto por Eugene Pottier, mientras oculto en el mismo París, escapaba por milagro de la muerte. Las luchas posteriores de socialistas franceses y alemanes sobre todo, hicieron adoptar la canción por movimientos sociales y organizaciones políticas en todo el mundo. Una de sus estrofas, recupera a la perfección el espíritu de los comuneros: “Del pasado hay que hacer añicos,/legión esclava, en pie, a vencer: el mundo ha de cambiar de base,/los nada de hoy todo han de ser”.

 

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