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1290 5 Abril 2013

 

Mi querido Macuache, I
Eloy Sandoval

In memoriam
de Andrés Arteaga Castañeda (q.e.p.d.)

Cuando tenga la suerte, de encontrarme a la muerte
yo le voy a ofrecer, todo el tiempo vivido
y este vaso enchido con un distante instante,
un instante de olvido…
Rockdrigo González

Monterrey.- Cuando mi padre Heliodoro (de quien llevo el segundo nombre) apremiado por mi madre Amparo, finalmente decidió dejar de ser rentero en Monterrey en 1963, compró un terreno en abonos, en lo que se llamaría con el tiempo Colonia 20 de Noviembre, al oriente en el municipio de Ciudad Guadalupe.

El predio, realmente era una casa de campo, propiedad del ingeniero Díaz, quien andando el tiempo, buscando datos entre los archivos periodísticos de la Hemeroteca Universitaria de la UANL, me encontré una nota en el decano periódico de El Porvenir, donde se reseñaba que ese ingeniero había sido el constructor del primer gran edificio de Monterrey en el inicio de los 40s del siglo XX, ¡y era apenas de cinco pisos la construcción! Pero en fin, era todo un acontecimiento.

Nuestra nueva colonia resultó ser un edén paradisiaco. Toda su extensión era una huerta de naranjos, aderezada con higueras, toronjas, limas, limoneros, nogales, aguacates, nísperos, parras, mandarinos, eucaliptos, y al fondo, tenía una alberca sombreada por un alto eucalipto, de donde los avanzados se subían para lanzarse de ahí altos clavados, hasta que se prohibieron porque un día uno de ellos se resbaló y al caer, su cabeza chocó contra la orilla de la piscina, se le abrió, no falleció, pero ya dejaron de echarle agua hasta que se canceló.

A cada lote trazado de 10 por 20 metros, le tocaron en promedio seis naranjos. Nos hartamos de esas frutas los primeros quince años, hasta que los vecinos por sus construcciones y ampliaciones fueron acabando con los árboles. Adicional a tanto árbol frutal, ese predio colindaba con el Río La Silla. Era un río hermoso, limpio, de aguas cristalinas y lleno de especies menores donde nos dimos vuelo y retozo en sus aguas corrientes, veredas y caminos haciendo crujir las hojas de sus altos y frondosos árboles centenarios.

En esa colonia fue donde conocí a Andrés Arteaga. Nuestra casa, fue la primera construida a la entrada de la colonia por muchos años. La primera vez que lo vi pasar me sorprendió su exagerada estatura. Él quizá tendría 14 o 15 años. Era delgado, toda una espiga en flor. Su pelo lacio y castaño, le daba a su rostro un cariz de niño que nunca perdió, aunque el tiempo y las circunstancias de la vida, ¡por dios que intentaron arrebatársela! Pero no pudieron borrar la bondad de su mirada porque esa venía del fondo de su corazón, donde está el asiento del alma.

Sobresalía por su estatura. Me intrigaba quién sería ese muchacho tan alto. Un día, cuando pasaba frente a la frutería “Mundo”, lo miré ahí en amena charla con el señor Raymundo, dueño del negocio, la primera frutería de la colonia que duraría al parecer hasta hace poco tiempo. A los días, cuando hubo oportunidad le pregunté quién era ese muchacho, y me dijo:

–¡Ah, ese es mi sobrino Andrés, vive aquí cerca en la Colonia 13 de Mayo y viene a visitar seguido a mi mamá, que es su abuelita!

Ahí supe que Doña Chevita, aquella dulce y amable señora de blanca piel, pelo cano, larga trenza, de carnes exuberantes que casi siempre veía sentada y acompañada de un bastón era su adorada abuelita, que al poco tiempo fallecería. Ya era muy grande de edad, pero no dejaba de ir a darle la vuelta, a presentarle sus respetos y a motivarla con su presencia.       

Nuestros caminos siguieron sus derroteros. Yo con mis trabajos mil y él al cumplir su mayoría de edad se enroló como soldado al Ejército Mexicano, donde estuvo varios años hasta que se salió.

Cuando lo volví a ver, muchos años después, fue cuando entré al departamento de Difusión en Fundidora Monterrey en 1980. Ahí fue donde nuestros caminos separados finalmente se toparon. Había dejado de ser delgado, de robusto ya no bajó, pero su rostro, aunque madurado, seguía siendo alma de niño. Se había convertido en fotógrafo, en un excelente fotógrafo. Ya había trabajado en el periódico Tribuna de Monterrey, al lado de la gran mayoría de reporteros, articulistas y prensistas de la vieja guardia periodística, y de los jóvenes que hoy son la vieja guardia de la prensa en Nuevo León.

El Tribuna, fue el primer periódico a color editado en el estado, pero además, fue el que aglutinó a la mejor planta de la prensa regional, y en muy poco tiempo, se transformó en el mejor periódico de Nuevo León superando con creces al decano El Porvenir y a El Norte. En sus páginas, Andrés, quien por su trabajo militar de combate contra las drogas, conocía perfectamente los estupefacientes, un día pasó por la Avenida Constitución, cerca de los Condominios Constitución, y se sorprendió al ver, que una parte de las jardineras a cargo del municipio de Monterrey, por error e ignorancia habían sembrado amapola como plantas de ornato.

Para Andrés, aquella era la nota de ocho y de inmediato sacó las fotos y las llevó al periódico. Las fotos y la nota publicada fueron desde luego un escándalo. Como todo buen periodista, Andrés se había llevado la exclusiva.

Esa fue la época cuando estaba Fernando Cantú Jauckens como director. Cantú –miembro de la familia Cantú, dueña de El Porvenir–quien había estudiado periodismo en EUA, hizo del Tribuna una verdadera avanzada romana, y mediante el trepidar constante del acero de las máquinas mecánicas para escribir y del silbido sin fin de la rotativa de impresión en los talleres, fustigó a diestra y siniestra en sus páginas a todo lo podrido que había en la sociedad política, económica y sindical nuevoleonesa, quienes finalmente no aguantaron y pidieron al capo de los soles, García Valseca, que le pidiera bajarle de tono a las notas periodísticas.

La petición desde luego fue escuchada y desde el centro de la república, llegó la orden de bajarle de huevos, pero el “Güero” Cantú –como le llamaba la raza–, ensoberbecido por sus años de sólida juventud, no hizo caso, y ante la amenaza de su despido, convocó a una junta interna con toda la planta periodística y ahí expuso sus razones éticas y profesionales.

–¡Prefiero renunciar, a perder la dignidad!

Y el “Güero” Cantú, como todo buen regio, cumplió su palabra. Renunció a la dirección del periódico, pero con él, también renunciaron una gran parte de sus más fuertes colaboradores, y entre ellos desde luego Andrés Arteaga. Cantú, a los meses con una parte de ese equipo seguidor fundó la revista Crónica 7, y empezó a hacer periodismo independiente de calidad. La revista desde sus primeros números se convirtió en una espada de Damocles, y ahí Andrés aplicó más feeling a las tomas gráficas, y bajo el encabezado de “Fundidora, un Elefante Blanco”, Cantú atacó a esa empresa desenmascarando su indiscutible inoperatividad y se convirtió en enemigo público número uno del gobierno federal, quien ante la escondida quiebra de Fundidora Monterrey por parte de los empresarios regios, el presidente López Portillo intentó la misión imposible de rescatarla.

Continuará…

 

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