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1294 11 Abril 2013

 

Mi querido Macuache, IV
Eloy Sandoval

In memoriam
de Andrés Arteaga Castañeda (q.e.p.d.)

Monterrey.- Cuando entré a gobierno del estado como jefe de redacción, lo recomendé y entró a trabajar, junto con dos compañeros más de ahí a quienes también logré colocar. En ese tiempo, sus fotos fueron cruciales para levantarle la imagen al gobernador, la cual estaba por los suelos, pero logramos la hazaña, de 6.2 lo dejamos en 8.9 y 8.6.

Cuando renuncié a ese cargo, y abrí la revista Poder, fue mi principal colaborador, y lo sería de todas las demás publicaciones e inventos editoriales que abrí. Era mi brazo derecho, no me cobraba, me llevaba fotos, tips, notas, me ayudaba con gusto y sin mezquindad. Nos convertimos en verdaderos hermanos de tinta y papel. De todos mis amigos, fue el primero y el único que estuvo en las buenas y en las malas a mi lado para darme consuelo, apoyo, ayuda y seguridad de amistad y hermandad. Él conoció mis lágrimas y me las enjugó con su fraterno afecto y sus comentarios singulares.

–Tú no te preocupes “muchachote”, acuérdate, tú me lo has dicho, en este mundo todo tiene solución, menos la muerte –me decía recordándome mis palabras.

Siempre traía cosas novedosas en la lengua, en la cabeza, en la mano, en la mochila. En la parte alta de su vieja colonia, había una cantina con un nombre singular, y un día cuando llegó a la oficina y me encontró deprimido y preocupado por mis afanes periodísticos me dijo riendo mientras palmeaba mis hombros:

–Ya párale muchachote, deja todo el mugrero, mejor vente, vámonos, te invito, vamos a echarnos unas cheves en el yoyo.

–¡Qué pasó Cuache, no manches, ¡porqué me dices eso!

–¡Qué tiene de malo Macuache! ¿A poco no te caerían bien unas bien helodias en el yoyo? Si sigues así de histérico por tratar de componer el mundo te va tronar el cuajo. Mejor vámonos y con esas chelas te vas a componer, ¡ahí te van a salir las ideas!

–¡No chingues Cuache, si no soy pulmón!

–No pienses mal muchachote, eso te pasa por tener la mente tan cochambrosa, así se llama la cantina de la 13 de Mayo, “El Yoyo”.

Y finalmente tuve que ir a conocer esa singular cantina, localizada a las faldas del Cerro La Silla, donde ante la lluvia, el agua corriente de las partes altas, se metía, tenía uno que alzar los pies porque el agua pasaba como acequia por en medio del bar, entraba por un lado y salía por otro. Varias veces tuvimos que ir a echarnos unas en El Yoyo para apaciguar las ansias.

De cuando en cuando, me invitaba a su casa en la Colonia La Roca, para ver cómo andaba el mundo, y en la tranquilidad del hogar, tomábamos por asalto la barra desayunadora y entonces sacaba los vinillos novedosos: mezcal de la sierra, choneño, de Bustamante, vodka de Rusia, Tequila de Jalisco, y entre copa y copa cruzábamos las confidencias profesionales y políticas.

Su esposa, todo un amor, al contrario de regañarlo o llamarle la atención, nos ofrecía la botana y la existencia del refrigerador en caso necesario. Al amanecer, cuando se despertaba y se iba a trabajar, iba a despedirse y nos dejaba continuar nuestra velada.

En esas veladas sacaba los casetes de música grabada de todos los artistas de talla internacional que se presentaron en Fundidora, en el Auditorio Acero, donde se cobraba a un peso la entrada. Pese a eso, en ocasiones no se llenaba. El fue quien me compartió el casete del Rockdrigo, autollamado “sacerdote rupestre”, su primer y único demo grabado antes de fallecer, el de “Hurbanistorias”, material sólo para sensibles y avanzados en el arte político-social.

Con la confianza de nuestra amistad, cuando dejaba de verlo por algún tiempo porque no coincidíamos y lo volvía a ver, me preocupaba su creciente peso, y sin más se lo señalaba:

–Oye Cuache, no la mueles, mira nomás que sandión traes ahí. Ya bájale a los tacos, a los refrescos, ¡en una de esas te da una desconocida el cuerpo!

–Anda qué te fijas Macuache, ¡más se perdió el la Guerra!, ¡por eso ya casi no uso camisas, puras camisetas para evitar lastimar a alguien con un botonazo! –Contestaba y de inmediato cambiaba la charla.      

Andrés era un amante de la montaña. La primera vez que hicimos una ascensión juntos, fue en un encuentro de montañismo organizado por el Club Elefantes del Acero, al cual se invitó a diferentes clubs de la entidad para hacer una subida al cerro de La Mota Grande, y fuimos a cubrir el evento. Los Elefantes, eran trabajadores de Fundidora, ellos plantaron la cruz en el Cerro de la Silla, tenían años de tradición como montañistas. El montañismo era otra de sus pasiones. Cuando había chanza y coincidíamos nos poníamos de acuerdo y nos íbamos en ascenso a la cúspide del Cerro de la Silla.

Al igual que en la pesca, tenía su casa de campaña, botas de montaña, mochila, cantimplora, todos los enseres necesarios para ascensos altos. Y periódicamente, cargábamos nuestras mochilas y nos íbamos a quemar grasa, a exterminar las toxinas ingeridas. Como amante de la naturaleza, tenía registro amplio de todas sus salidas. En otras ocasiones iba con su compadre, quien sabía usar el péndulo, y se iban de cacería a los montes, a las montañas, y fueron varias veces que encontraron objetos centenarios, además de manifestaciones paranormales y seres extraños de color verde, gnomos y animales raros. Regresaba asustado y excitado, nunca se me hizo una cacería de esas, quedó pendiente.

Algo que siempre lo distinguió también, era su rapidez instintiva para ayudar al anciano, al niño, a las damas, evitaba que le ganaran hacer una buena obra. Se llenó de comadres en el periodismo con las compañeras de la profesión, no había comadre fea, siempre les encontraba el pedacito bonito o bueno en su humanidad.

Cuando el Huracán “Gilberto” golpeó a Monterrey, anduvo más de socorrista que de cacería periodística –de hecho fue socorrista voluntario en la Cruz Roja por muchos años–. Recuerdo que durante ese meteoro trágico, nos juntamos en un bar que era atendido por el dueño quien era profesor y vendía cerveza corona. El bar estaba frente al Café Nuevo Brasil, pegado a El Norte, por Zaragoza. En ese tiempo él era corresponsal de la agencia francesa Reuter. Habíamos quedado de vernos para saber de novedades, tragedias y demás sobre el huracán.

Y entre trago y trago, iniciamos la charla. Nos acompañaban dos amigos más, entre ellos recuerdo a “La Gallina”, fotógrafo de El Norte. Ahí me platicó que habían logrado salvar la vida de dos personas. Una persona adulta y su hijo, quienes viajaban en un camión pipa, y el agua los iba arrastrado y los llevaba entre la corriente a la altura del puente de Fundidora, en el cruce al municipio de Guadalupe. No había socorristas a la mano, puros mirones a la vera. Sin pensarlo, Andrés consiguió un largo mecate, armó un gancho y entre él y “La Gallina”, desde la orilla, estuvieron tirando el gancho intentando ganchar la unidad para ayudarlo. Tardaron más de dos horas, si mal no recuerdo, pero finalmente lograron gancharlos. Rápido el padre, amarró a su hijo y a una señal, estiraron el mecate y lograron sacar al niño, después al padre.

Esa hazaña no podía dejarla incógnita, y a los días siguientes, escribí una crónica que publiqué en el suplemento cultural “Aquí Vamos”, en el periódico El Porvenir, aunque no consigné el nombre de Andrés en él. No le gustaba farolearse, evitaba en lo posible parecer echarse flores y le respeté esa humilde costumbre.

Ese fue Andrés Arteaga Castañeda. El hombre sonriente, amable, dicharachero y ayudador. Nunca buscó trofeos, reconocimientos o premios por su trabajo o su labor humanitaria. Llegó con una misión de auxilio y apoyo a la humanidad, a este mundo en el tiempo que le tocó vivir, ¡y vaya que lo logró con creces! Dio ejemplo de amor, paciencia y confianza en las personas y sus acciones eran la muestra.

En los espacios de su casa ha quedado un tesoro invaluable de su trabajo periodístico. Ahí quedó guardado el archivo más grande e importante de Fundidora Monterrey en plena operación o durante los trabajos de reparación.

Pero en Nuevo León, ha quedado el espectro sublime y maravilloso de un hombre bondadoso, lleno de virtudes y de amor al prójimo.

Hasta la vista ¡mi querido Macuache!

 

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