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1343 19 Junio 2013

 

FRONTERA CRÓNICA
Cabalgata
JRM Ávila

Monterrey.- Mi abuelo platicaba acerca de la feria de San Juan del Mezquital, de Apodaca: “Una noche, cuando ya se iban a terminar los festejos, el comandante Bruno dio orden de que primero saliera de la plaza la gente de a pie, luego la de a caballo y al último la que iba en carretones.”

“Pero a un pelao que se llamaba Justo Treviño, se le ocurrió salir primero en su carretón, echándoselo encima a la gente. Entonces el comandante le dio orden de esperarse y como el otro se hizo el sordo, le sorrajó un balazo y lo hirió en la boca, y apenas así detuvo su carretón”.

Este hecho se enmarca en los años treinta del siglo XX, así que, como puede verse, la feria no es nueva. Alrededor de la plaza se instalan juegos mecánicos (rueda de la fortuna, sillas voladoras, caballitos), se juega lotería y se tira al blanco, se colocan puestos de venta de sodas y cerveza, se acondicionan espacios como restaurantes de cabrito y venta de antojitos mexicanos) y se organizan bailes durante dos semanas previas al 24 de junio.

Pero si se piensa que ya no suceden hechos como el del altercado entre el comandante Bruno y Justo Treviño, se cometerá un error porque, si bien es cierto que los tiempos han cambiado, las personas siguen cometiendo los mismos despropósitos que hace ochenta años.

Todo se inicia con una cabalgata que parte de la plaza, enfrente de la iglesia, un día antes de que empiecen los festejos propiamente dichos. Quienes poseen un caballo o una yegua, montan y emprenden la cabalgata, y mucha gente se une a la procesión en camioneta.

Por supuesto, para mostrar su machismo, hay hombres que van bebiendo mientras participan en la cabalgata y este año no ha sido la excepción. Caracolean sus caballos, dan un trago a la botella (según sea el gusto del jinete), hacen como que no les importan quienes les rodean, pero en el fondo van deseando ser el centro de las miradas y de la admiración.

Esta vez, uno de ellos lleva a sus dos hijos cabalgando con él, para que se vayan enterando de lo que es ser machos (o al menos hombres) desde ahora que son niños. Adelante, lleva sujeto a su hijo de menos de dos años; atrás monta el mayor, de al menos seis años, sujeto a su espalda.

Desde antes de que arranque el grupo, enfrente de la iglesia, se aproxima una tormenta. Los  relámpagos se ven amenazadores, los truenos casi no se escuchan aún. Pero cuando apenas han avanzado una cuadra, los relámpagos y su estruendo se aproximan y ponen nervioso al caballo de los tres jinetes disparejos.

El animal ya no está nervioso, sino amedrentado por el estrépito de la tormenta que viene. Y sin más, se detiene sin importarle obstruir a los cabalgantes que vienen tras él, sin tener consideraciones hacia la reputación de su jinete mayor y sin incumbirle dejarlo en vergüenza ante los demás machos que sonríen con sorna al pasar o lo ignoran como si fuera invisible.

Previniendo males mayores, la esposa se acerca al jinete varado y le arrebata al niño más pequeño. Y en seguida, liberado de ese peso, olvidando que aún lleva al hijo mayor a su espalda, encaja las espuelas en el caballo y éste repara de repente y resbala sobre el pavimento.

Nadie quiere ver cómo cae a plomo el niño y sobre él, el caballo asustado y el papá atónito. La muerte es casi instantánea. El hombre se rompe el brazo izquierdo pero ni siquiera a él le importa. Antes de que la lluvia llegue, el caballo recibe la culpa y está a punto de ser asesinado. Nadie quiere ver, pero ve, para alimentar sin querer el insomnio de las noches que vienen.

La tradición es sagrada y el acontecimiento se convierte en secreto a voces, porque nadie quiere echar a perder las festividades, porque nadie quiere decir esta boca es mía, porque nadie se atreve a aguar las fiestas de San Juan.

Y como si nadie supiera algo al respecto, se guardan el secreto, por el bien de la feria, por el bien del santo patrono del Mezquital, por el bien de quienes pretenden ceguera ante la amenaza de castigo divino.

Las aguas de junio han llegado.

El niño sólo ha sido una víctima propiciatoria.

¿Puede alguien, después de esto, no sostenerse en la fe?

 

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