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1496 20 Enero 2014

 

El fuego nos abrasa
Claudio Tapia

Monterrey.- Según el mito contado por el poeta Hesíodo, retomado por el trágico Esquilo y replanteado por el filósofo Platón (entre los siglos VII a IV a.C.), cuando los hombres vivían en armonía con los dioses, en la edad de oro, Zeus, que había repartido el mundo entre los dioses, tiene que decidir la parte que corresponde a los mortales. Y para eso, pide a Prometeo que sacrifique un buey y lo reparta de manera equitativa entre dioses y humanos para que sea esa la norma que rija sus posteriores relaciones.

Prometeo obedece pero, para ayudar a los hombres, intenta engañar a Zeus: parte en dos al buey, pone los mejores trozos de carne envueltos en la piel del animal y, para que Zeus no se los de a los dioses, los mete en el repugnante estomago del animal sacrificado. Por otro lado, limpia los huesos y los cubre con una capa de grasa apetitosa.

Zeus, que por algo es el rey entre los dioses, se da cuenta del engaño pero finge que ha caído en la trampa, elige el montón de huesos blancos para sus semejantes y deja los trozos de carne para los humanos. Al fin que los dioses se alimentan de néctar y ambrosía.

El temerario engaño pone furioso a Zeus que decide castigar a los beneficiados: les quita a los hombres el fuego que viene del cielo. Consecuentemente, ya no tendrán flamas para calentarse, alumbrar la oscuridad, y coser los alimentos que les permiten vivir.

Pero Prometeo comete un segundo error: roba el fuego para darlo a los hombres. Ahora tendrán que sufrir el doble castigo de Zeus: al ladrón, atado y encadenado en lo alto de una montaña, un águila enorme le devorará el hígado día tras día, y a los hombres les enviará todos los males que corresponde a su condición de mortales.

El castigo divino se llama Pandora (la que tiene todos los dones). La digna de amar, la seducción hecha mujer, la mortal a la que todos los dioses le han dado un don; la paradójica y engañosa personificación de todos los males, es la primera mujer que vive entre los mortales para su castigo.  

Pero ahí no acaba la tragedia. El regalo de Prometeo tiene ocultos terribles daños colaterales. Como Prometeo no solo robo el fuego sino que con este proveyó a los hombres de las artes y la técnica, ahora estos viven ante la asechanza de la hybris que los llevará a creerse igual a los dioses.

El hombre prometeico es ya el hombre de la técnica, el que puede crear, inventar, producir en masa, construir en serie maquinas capaces de librarse de los demás y de burlar las leyes de la naturaleza. La técnica de que dispone le permite practicar la desmesura hasta el punto de provocar la destrucción de sí mismo y del orden cósmico.

El terrible castigo no se advierte porque se encubre en lo que la técnica promete: transformar la naturaleza para alcanzar el “progreso”. El “desfase prometeico” (así lo llama Günter Anders) explica la discrepancia entre el enorme poder tecnológico que desplegamos y las capacidades limitadas que tenemos para comprender y controlar los efectos de ese poder. Nuestra conciencia se ha quedado desfasada con respecto a lo que podemos provocar en el mundo. Nuestras capacidades cognitivas y nuestra sensibilidad moral son insuficientes ante los efectos nocivos del poder tecnológico que ha rebasado la conciencia y responsabilidad humanas.

Ya no solo nos servimos de él, el fuego nos abrasa. Ya no somos agentes de la historia sino meros “colaboracionistas” de los acontecimientos. Las acciones humanas tanto en el ámbito productivo como en el resto de la vida social, se reducen a una colaboración abstracta, fragmentada, que no percibe ya ni los fines ni las consecuencias; la actuación humana ha perdido sentido ético y nadie se responsabiliza de sus consecuencias.

La disolución de la responsabilidad es el mayor problema ético que Anders observa en la mediatización industrializada de la actividad humana. La técnica ha traído consigo la posibilidad de que seamos inocentemente culpables de nuestra propia destrucción, nos dice.

Los modernos tecnólatras no creen que la catástrofe que amenaza a todos por igual esté ocurriendo, consecuentemente, no sienten la necesidad de hacer algo para impedirlo. Las buenas conciencias que fabrica el mundo tecnológico ni siquiera pueden imaginar la terrible amenaza.

El prometeico regalo abrasa a los inocentes culpables. La ceguera ante la posibilidad de un desastre aún mayor es un signo de la precariedad moral de la sociedad pos-industrial.

 

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