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1532 11 Marzo 2014

 

El mito tras las marchas
Ernesto Hernández Norzagaray

Mazatlán.- ¿Cuáles son las motivaciones e incentivos de los cientos, quizá miles, de personas que se movilizaron en Culiacán y Guamúchil para protestar por la detención y la libertad de Joaquín El Chapo Guzmán? ¿Hay algo más que el afán de relajo que mostraron algunas imágenes acompañadas por tamboras cuando la lógica esperaría las procesiones que hicieron famosas la película El Padrino?

¿O acaso existe una explicación más allá de la llamada crisis de valores comunitarios por lo que genéricamente se denomina como subcultura de la violencia?

O en definitiva, ¿hasta dónde responde a la inoculación de la idea de que en la vida todo tiene un precio y la única diferencia son las formas en que se manifiesta?, como lo afirma el periodista italiano Roberto Saviano, autor del libro maldito Camorra. Libro por el que vive escondido y amenazado por la mafia de su país; sin embargo, esa amenaza que ha acabado con su vida en libertad, sigue escribiendo y dedica un largo artículo a la detención de Guzmán Loera, publicado esta semana en el diario italiano La República, bajo el provocador título: “¿Quién vendió la cabeza del Chapo, el rey de los narcos?”  Pregunta, a la que no da respuesta, sólo arroja indicios lógicos e hipotéticos de un posible relevo generacional.

Mito y leyenda
No comparto las expresiones que se han manifestado en las redes sociales señalando que detrás de las marchas convocadas sólo haya clientelismo, aun cuando se hizo visible la distribución de agua, refrescos y algunos alimentos. Menos, todavía, me parece razonable la hipótesis del puro relajo proclive entre los jóvenes o producto de un operativo montado por buchones para manifestar su inconformidad por la detención. Aun cuando hay un algo de todo esto.

Sin embargo, hay algo más, y tiene que ver con la percepción que se tiene de estos personajes convertidos en mitos legendarios a golpe de historias falsas o verdaderas. El mito sabemos tiende a exaltar las bondades de lo narrado, sea falsa o cierto, al final termina siendo irrelevante. Lo importante es que el mito se alimente constantemente con la idea de las bondades trasmitidas de palabra en palabra.  De boca en boca. Y eso, es lo que ha sucedido a lo largo de todos estos años en que Guzmán Loera estuvo sustraído de la justicia. Nada difícil, cuando tenemos proclividad de evadir la aplicación de la ley y exaltamos a “quienes se la juegan”.

La presencia ubicua de Guzmán Loera provocó todo tipo de historias que siempre terminaba multiplicando los atributos de este personaje mítico. Por ejemplo, la gente de la sierra lo ve como un benefactor social, que con su dinero resolvía necesidades que los gobiernos simplemente no atendían. Doña Consuelo Loera conmueve cuando afirma “siempre será mi hijo”, y eso mueve nuestra acendrada cultura matriarcal.

Los culichis platican historias donde “el más buscado” llega a un restaurante, lo cierra y paga la cuenta de todos los sorprendidos, asustados o complacidos.
Un pobre comerciante de donas y empanadas de Mazatlán narró a la prensa que su cliente del departamento de Miramar bajaba hasta la calle a comprar sus productos y siempre recibía propinas de 50 pesos.

Más todavía, hay empresarios y funcionarios pragmáticos, que agradecen sotto voce la presencia de su gente porque, según su decir,  corríamos el riesgo de convertirnos en imagen y semejanza de ese Tamaulipas y Chihuahua destruido por la violencia y el miedo.

Cuántas más historias de sus mujeres, lujos…

Corre la voz
Esta narrativa positiva circula más rápidamente de lo cualquiera pudiera imaginar y esa velocidad va moldeando el mito de un Guzmán Loera  todopoderoso. Un héroe. El mito es más firme cuando la gente percibe a la autoridad como corrupta e ineficiente y en la que no se puede ni debe confiar. Al final se dice que éstos le sirven a aquéllos. Como se ha dicho en Mazatlán.  
Es decir, el mito genera en la conciencia colectiva la idea de vacío, que en nuestra singular cultura paternalista lo debe cubrir un ser omnipresente y omnipotente.

Y qué mejor, al que se le tiene confianza producto del mito construido. Este mito entonces se transforma en un agradecimiento casi religioso. A una imagen trasmitida por los canales de comunicación donde las personas repiten esas historias exaltando estos valores en amplios segmentos sociales.
Más aún, cuando los mass media y literatura ofrecen historias dedicadas a personajes similares, como es el caso del colombiano Pablo Escobar, que contribuye a mitificar incluso entre los más leídos.

Quizá, entonces, ésa es la principal motivación para que estos hombres y mujeres de blanco asistieran a las convocatorias de estas marchas curiosamente interclasistas e intergeneracionales con ciertas dosis de molestia, relajo y provocación al poder establecido.

¿Mito que se desvanece?
Sin embargo, habrá quien sostenga que el mito del “narco benefactor” termina por desvanecerse cuando aparece el hombre con toda su humildad y toda la sencillez del hombre de la calle. De las multitudes. Acompañado de su esposa, quien es una mujer dedicada a las gemelas, un jean Levi Strauss, camisa de tonos claros, un auto Nissan y como dijo el vendedor de pan: “A quien le gustaban mis empanadas de cajeta”. Como cualquiera. Nada que ver con la imagen aquella del scareface cubano que inmortalizó Al Pacino. Ahí había de todo en exceso: violencia, joyas, casas y autos lujosos, mujeres a las que le sobran las bolas y curvas, dinero, drogas, armas y poder.

O más recientemente la imagen sofisticada del narco que personifica Javier Bardem en el filme El Consejero. Nuestro personaje rompe con esa imagen estereotipada por los mass media que probablemente glorifica más el mito entre sus fieles. ¿Cómo, si es igual que cualquier otro?

Quizá esta idea puede producir desengaño entre quienes siempre lo han percibido como desafiante, para quien no hay barrera y está dispuesto a todo con el fin de alcanzar sus objetivos.

Pero el mito legendario se nutre también de una materia menos visual, más onírica, intangible, religiosa. “Hechos son amores y no buenas razones”, diría un refrán español, que recupera un pensamiento bíblico muy instalado en la cultura mexicana: Por sus frutos los conoceréis.

Y en ese sentido, qué mejor ejemplo para contrastar que el llamado “mito fundacional de la Revolución Mexicana”, que fue un pilar del PRI omnipotente de la segunda posguerra hasta cuando estalló el movimiento del 68. Que mostró que el mito se agota por su propia incapacidad de seguir produciendo satisfactores para una creciente clase media. Más demandante y más crítica con el poder.

En el caso del mito que nos ocupa, su vigencia estará en función de que su ausencia se sienta. Se extrañe y pueda ser considerada como indispensable para la tranquilidad de comunidades enteras.

La sola idea de que protegía vidas y bienes, generaba una percepción de seguridad, hasta la idea aquella manifestada en una cartulina en manos de un hombre de campo: “Joaquín Guzmán, sí daba trabajo, no como ustedes políticos corruptos”.

Si esa idea persiste, como pudiera ocurrir en un estado con un segundo lugar en desempleo y con uno de los salarios más bajos del país, es muy probable que el mito permanezca por mucho tiempo.

Quizá por eso mejor se le detuvo y no se le sacrificó, porque entonces el mito hubiera alcanzado otras dimensiones.

Como sucede con el santón Jesús Malverde, que permanece intacto, como el mito ubicuo que todavía hoy rodea a Joaquín El Chapo Guzmán.

Quizá por eso la Marcha por la Paz no tuvo éxito, no se puede ir contra el mito.

 

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