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1585 23 Mayo 2014

 

COTIDIANAS
Mi madre a los 81
Margarita Hernández Contreras

Dallas.- Allí estaba ella en silla de ruedas, esa extrañeza en nuestro mundo de obreros agrícolas californianos. De cuerpos fuertes y hábiles siempre fuimos caminando y azadoneando esos interminables surcos de tomate, betabel y sandía; también diez, catorce horas diarias sin problema. Para aguantarlo todo fuimos hechos sin dejar de cantar nuestras canciones.

Mi madre era quien empujaba a su familia de tres: su marido y sus dos hijas. A escondidas empezaba otra caja para que la llenáramos con duraznos rosados y naranja; recuerdo que llenaban el hueco de mi mano con su belleza y redondez. Duraznos que yo echaba a esa bolsa que pesada colgaba de mis hombros, mientras subía por esa escalera para meterme entre las altas ramas en busca del fruto dorado por el que la gente blanca pagaba con dinero en su supermercado, mientras que mi papi empezaba su día mordiéndolo... su jugo a veces dulce y fresco, goteando por su barbilla. Ay, cómo lo disfrutaba.

Pero mi madre seguía obstinada haciendo caso omiso de los más de cien grados de calor. Estábamos allí para trabajar, así que eso haríamos: trabajar sin que importara nuestro desencanto; una caja más representaba seis cincuenta, tal vez siete dólares más, una jornada de 18 cajas en lugar de 17. Mi hermana la rápida. Yo, la lenta. Mi padre y mi madre por nadie igualados en velocidad y aguante.

Éramos tan felices entonces, sin dolor, sin enfermedad, sin debilidad. Nuestros cuerpos no estaban bajo amenaza de verse detenidos por nuestro propio corazón, por nuestras propias células, por nuestra propia sangre, por nuestra edad. Sólo tus simples y ordinarios campesinos mexicanos agradecidos por tener trabajo, comida en nuestra mesa y una hipoteca de 65 dólares al mes.

Y qué linda casa teníamos; seguro no según los estándares de los blancos, pero hermosa ante nuestros ojos, llena de vida con las plantas de mi madre casi alucinantes en su verdor, los olores de su cocina, sus sonidos al hacer tortillas todos los días, nuestro disfrute con su comida tan sabrosa. Las plantas de tomate y chile de mi padre en su “yarda”. Su casa, su silencioso orgullo, sus muchachas en la escuela obteniendo la educación que a él le faltó y que tanto ambicionó. Esa fue mi vida, la vida de mi familia. Éramos tan felices entonces.

Estadísticamente fuimos apenas un número para sumar en tu columna de los pobres en desventaja, los inmigrantes. Pero trabajamos tanto y tan arduamente en esas huertas y en esos “files”, y lo hicimos con alegría, con orgullo, con honor, casi con devoción y ciertamente con gratitud.

Ahora cuando veo que el temple y el aguante de mi madre flaquean, me rindo ante el pesar, la nostalgia y la debilidad emocional. Pienso en el ataque al corazón que mató a mi padre. En el cáncer de mama de mi hermana que tan estoica derrotó, en el accidente cerebrovascular que he sobrevivido, en mi cuerpo debilitado. Pienso en la vejez inobjetable de mi madre.

En todo esto pienso y me enderezo. Me digo: firme, mujer, en pie y orgullosa sigue alegre: soy testamento de mi hermana y de su gracia. En mis venas corre la sangre de mis padres. Soy espejo de nuestra tierra. Y de su dignidad.

(Abril-mayo 2014)

Guadalajareña, vive en el área de Dallas. Es traductora profesional del inglés al español. Para comentarios: Mhc819@gmail.com.

 

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