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1585 23 Mayo 2014

 

Los rarámuris: una larga historia de despojos
Víctor Orozco

Chihuahua.- Casi siempre que en alguna ciudad se le pregunta a un rarámuri de dónde es, responde con sequedad: “de Baquiachi”. Es bastante improbable que la respuesta sea verdadera en el grueso de los casos, pero quizá su uso se haya extendido por el fastidio de los interrogados ante la impertinencia de los preguntones como yo.

Me viene a la memoria esta impresión por la nota periodística leída en la semana. Se informaba de la recuperación de tierras por los indígenas de San José Baquiachi después de ochenta y seis años de litigio. Esto también me llevó a repasar en grandes trancos, la prolongada historia de los despojos sufridos por los rarámuris.

Hasta 1767, año en el cual los miembros de la Compañía de Jesús fueron expulsados del imperio español,  el grueso de los que se asentaron en poblaciones, abandonando el nomadismo estacional, lo hicieron en las misiones jesuitas, donde eran protegidos por  la poderosa compañía frente a los agresivos vecinos hispanos o criollos de los pueblos. El tal proteccionismo era engañoso, sin embargo, pues se les sujetaba a un sistema servil, en donde asumían de por vida la condición de menores de edad. Los jesuitas mantuvieron boyantes a sus haciendas y misiones, con incomparable celo y capacidad de trabajo, pero “sus indios” -quienes recibían de su parte muestras de amor y terribles castigos al mismo tiempo-, debilitaron cada vez más su capacidad para defenderse por sí mismos. Se hicieron huidizos, tímidos y sumisos.  Parecidas circunstancias obraron en el caso de las feligresías del clero secular, pues los curas doctrineros, o bien se dedicaban a explotar ellos mismos las tierras de los indios o bien facilitaban a los vecinos el que se apropiaran de las tierras pertenecientes a las comunidades indígena, bajo el pretexto de mantener a los indígenas cerca de su iglesia. De hecho, una vez que los rarámuris se sometieron a los hispanos desde finales del siglo XVII, cuando protagonizaron las últimas grandes rebeliones, fueron uncidos por dos yugos, el de la opresión ideológica y el de la material.

Con plausibles pero improcedentes medidas, el flamante estado mexicano surgido después de la independencia, procuró entregar tierras en propiedad a los rarámuris, para hacer de ellos hombres libres, a la manera occidental. En contra de estos buenos deseos, conspiraban las centurias de servidumbre y trato discriminatorio. Van algunos ejemplos de estas políticas públicas, como hoy les llamaríamos.

 La temprana ley de colonización del estado de Chihuahua, promulgada el 6 de mayo de 1825 y el reglamento interior de los pueblos, disponían la reducción a propiedades privadas de todas aquellas tierras pertenecientes  a los indígenas y que se hallaren despoblados. Estas tierras podrían repartirse a otras personas si la comunidad tuviere suficientes. El asunto ofrecía varios problemas: primero determinar si efectivamente estaban despobladas, luego, si pertenecían a los pueblos de indios. En la práctica los vecinos tomaban posesión de dichas tierras como fuere.

El 10 de enero de 1833 el Congreso de Chihuahua expidió una curiosa ley  de Agrimensoría, mezclando materias de índole diversa, entre ellas el reparto de las tierras pertenecientes a las comunidades. Este ordenamiento cumplía además otros varios propósitos: en primer término, procurar fondos para una exhausta hacienda pública, promover el poblamiento del territorio, establecer la oficina del agrimensor para levantar la estadística y el plano del territorio estatal, deslindar los terrenos baldíos y enajenarlos a los particulares, así como delimitar y titular terrenos poseídos por éstos. Tales objetivos se correspondían con dos de los problemas centrales enfrentados por la flamante entidad de la federación mexicana: la penuria económica y la despoblación.

Sin embargo, otros de sus efectos conspiraban a favor de los grandes latifundistas, quienes eran los mejor ubicados para aprovechar las ventajas brindadas. Su redacción, permitía ejecutar despojos sin fin a quienes no pudiesen acreditar con títulos válidos sus posesiones o propiedades. El artículo 17 disponía: “Si algún particular o pueblo tiene que alegar propiedad o posesión antigua a un terreno solicitado conforme al artículo 12, concurrirá a los puntos que indiquen los avisos con sus títulos o testigos el día en que se deban comenzar las medidas,…”

Puede advertirse en esta legislación estatal un claro antecedente de las famosas compañías deslindadoras puestas en marcha por el gobierno federal en los años del porfiriato.

La ley ordenaba al agrimensor dividir las tierras de las comunidades en un número de suertes equivalente al doble del número de indígenas. La primera mitad de las parcelas se entregarían en propiedad a cada uno de los indios y la segunda se vendería a los vecinos concurrentes a los remates o bien se arrendaría si no hubiere postores. Por una vía insólita –la de medir los terrenos- de hecho se desarrollaba la expropiación de la mitad de las tierras comunales. A más, sancionaba con la privación temporal o definitiva a los indios que dejasen de cultivar la parcela por más de dos años consecutivos, prohibiéndoles la venta de la tierra antes de los seis años transcurridos desde el momento de la adjudicación.

En estas condiciones, el proyecto del nuevo gobierno de convertir a los indígenas en propietarios, iniciado desde los primeros años de la república y que se mantendrá durante todo el siglo, estaba destinado al fracaso. Hay incontables documentos en los archivos municipales en los cuales se da cuenta de cómo cada vez que se repartían las tierras comunales, se repetía el círculo vicioso: los nuevos dueños pronto eran convencidos o engañados por los vecinos de los pueblos o los grandes propietarios para vender su recién adquirido patrimonio. Estos indígenas casi de inmediato regresaban a su inveterada condición de parias en sus propios lares. Las flamantes leyes republicanas, presuponían ilusoriamente el tránsito del estatus de sirvientes al de ciudadanos por la sola declaración normativa.

En los informes del gobierno sobre las tierras de los rarámuris y otras etnias de la Tarahumara, se traslucía una mezcla de conmiseración, menosprecio y frustración ante un pueblo cuya actitud no podían comprender los funcionarios. En la memoria sobre la administración pública de 1833, el secretario de Gobierno, por entonces encargado de rendir ante el congreso este informe anual, daba cuenta de los fraudes, despojos y abusos generales de que eran víctimas los indígenas por autoridades y particulares. Al mismo tiempo, constataba: “Sabida es la pereza y disipación de esta clase de seres aún para su propia conservación, de manera que parece nacieron para ecsistir (sic) para siempre como bajo curatela” . Tales palabras expresaban muy bien las complejas contradicciones que enfrentaba la construcción de una nación moderna, entrampada entre las añejas ideas sobre los indígenas sustentadas sobre todo por los misioneros y evangelizadores hispanos y las nuevas concepciones que pretendían convertir en propietarios libres a quienes se les había impuesto e inculcado la servidumbre durante siglos.

Por último, un interesante contraste: los apaches también eran pobladores americanos originarios, es decir, anteriores a los europeos en estas tierras. Sin embargo, el juicio que de ellos tenía el mismo funcionario, era muy distinto a sus parientes de la Tarahumara. Veamos: “Su carácter feroz y asesino, su connaturalización a toda intemperie, su habitud a cubrir las necesidades con raíces y carnes caballares, su vida en todo montaraz y ejercitada en la caza, su táctica desconocida en el arte común de la guerra y el pleno conocimiento que han tomado ya de todo el terreno en los días de paz…estas circunstancias comparadas con las actuales de nuestras gentes  y de nuestras armas, dan a estos enemigos sobre nosotros, notables ventajas”

Tales conceptos fueron compartidos por hispanos y mexicanos a lo largo de los siglos XVIII y XIX. Y, ¿cuál era la diferencia entre ambas naciones indígenas? Una decisiva: los rarámuris habían sido derrotados y sometidos, mientras que a los apaches ni soldados ni evangelizadores pudieron reducirlos al vasallaje.

 

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