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1591 2 Junio 2014

 

Salsa en los chicharrones
Hugo L. del Río

Monterrey.- Los mexicanos desconfiamos hasta de nuestra propia sombra. Además, y esto es lo más feo, somos una sociedad poco participativa, racista y misógina. El Informe País del Instituto Nacional Electoral, apoyado en la Encuesta Nacional sobre Calidad de Ciudadanía nos deja en pelotas. Y, la verdad, estamos mal hechos.

Para ponerle salsa a los chicharrones, las citadas entidades confirman que la vocación democrática del mexicano es muy raquítica. El 23 por ciento de los aztecas quieren un gobierno si no dictatorial, por lo menos de mano muy dura. Apenas el 53 por ciento de la población aspira a una democracia –si así se le puede llamar– que no va más allá del aliño electoral.

Desde luego, es entendible que nadie crea en el sector público, la banca, el empresariado y el magisterio. Las Iglesias, organizadas como centros de poder, tampoco merecen la confianza de la mexicanada. Pero el verdadero síntoma de que somos un país enfermo es que tampoco confiamos en los vecinos, los compañeros de aula o trabajo (esto es, la minoría afortunada que tiene chamba). Ciro Murayama, quien reporteó la nota para El País, edición latinoamericana, escribe: “la desconfianza de los mexicanos no sólo se refleja en la ‘clase política´, sino que afecta a todo el tejido social y a las relaciones interpersonales”.

Bueno, ¿y qué esperábamos, después de siglos y siglos y siglos de represión político-militar, demagogia barata, mentiras al mayoreo, corrupción del Poder Judicial, analfabetismo funcional y tantos y tantos males que están destruyendo a México?

José Woldenberg creó un Instituto Federal Electoral tan digno de confianza que la credencial –junto con el pasaporte– eran los únicos documentos que se aceptaban como válidos para fines de identificación personal. Pero Woldenberg y el IFE ya no están. Lo que tenemos es un Presidente de la República que, de atenernos a su capacidad real, cuando mucho le daríamos empleo como regidor cuarto en Mier y Noriega; un gobernador –todavía más limitado que Peña Nieto–, quien gasta casi tres millones de pesos al día en promover su imagen personal; una alcaldesa que le entrega las llaves de Monterrey a Jesucristo y un Congreso que está reorientando sus horarios de trabajo para que los señores diputados puedan ver el Mundial.

Geográficamente, México está en América del Norte: en lo cultural, nos encontramos al nivel africano. ¿Cómo evitar que nos traguen las arenas movedizas del pantano al que dócilmente nos dejamos conducir por una de las oligarquías más depravadas del mundo?

Podemos empezar confiando en nuestros vecinos y sobre todo, en nosotros mismos. Organizarnos, como lo hacen los millonetas para defender sus intereses, y salir a la calle a gritar, aullar hasta infundir el temor de Dios en el alma de los oligarcas.

El pueblo mexicano es un gigante dormido. Y, para no ir lejos, simplemente para garantizar nuestra supervivencia, tenemos que despertarlo.

Pie de página
Un millón de disculpas a mis tres lectores. Hace unos días recomendé, con entusiasmo, el libro El Papa de Hitler, cuya autoría atribuí a Robert Cromwell. La regué. El autor es el historiador británico John Cornwell.

hugoldelrioiii@hotmail.com

 

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