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1591 2 Junio 2014

 

Civilización: entre lo inmundo y la trascendencia
Eloy Garza González

San Pedro Garza García.- Luis Martín, uno de los mejores directores de teatro en México, ha montado en el Museo Estatal de Culturas Populares, en Monterrey, “Civilización”, una obra escatológica. Y lo digo usando las dos acepciones de la palabra: por un lado, la escatología trata sobre la trascendencia de lo postrero, de las últimas cosas (la ultimidad, como la denominó el filósofo Julián Marías). Por otro lado, la escatología alude a la inmundicia, a lo nauseabundo, o en su sentido más prístino, al excremento (su raíz etimológica proviene del griego “skatós”).  

Ambos significados no son antagónicos: ¿qué existe después de la vida?, ¿qué hay detrás de la muerte? En el más allá, la trascendencia del alma. En el más acá, la pudrición del cuerpo. No impera lo uno sin lo otro. La obra “Civilización”, escrita en formato casi minimalista por el dramaturgo Luis Enrique Gutiérrez Ortiz Monasterio –mejor conocido como Legom– une los dos extremos de la escatología y los ambienta (¿dónde mejor si no?) en un típico pueblo de México.

“Civilización” desarrolla la negociación repugnante entre un empresario cínico y su primo el alcalde, para construir los veinte pisos de un edificio de cristal justo en el centro de cantera de un municipio mexicano. Con este proyecto endeble, sin factibilidad técnica, en total impunidad, ambos pícaros (los delata su repertorio verbal compuesto por falos, coños y cópulas incestuosas) aspiran a la trascendencia: el primero, levantando su edificio sin sacar un solo peso de su bolsa y de paso, acercándose a Dios (o a lo que él imagina es un ser superior). El segundo, negociando parar ser gobernador. De la cima a la sima: estos pícaros, nunca mejor definidos como “trepadores”, pretenden consumarse y sucumbiendo a la tentación, sólo se consumen. A diferencia del soneto de Quevedo, serán ceniza más no tendrán sentido.

Dos ambiciosos de lo absoluto, dos esperpentos de la inmundicia que muerden, hieren y picotean lo que se pueda y a quien se deje. Almas que quieren ascender (sin saber realmente cómo ni a dónde); cuerpos que acaban por descomponerse. Al fin, materia inerte para la degeneración: la herrumbre, el moho y los gusanos. El tema hubiera atraído a don Ramón María del Valle-Inclán, maestro en la composición teatral de personajes tan grotescos como realistas, y de quien consciente o inconscientemente deriva la dramaturgia de Legom.

Otro personaje termina por formar el triángulo escatológico de “Civilización”: un ingeniero idealista, burócrata municipal de tercera categoría, denuncia las irregularidades del proyecto arquitectónico. Su ambición de trascendencia es de urdimbre distinta a la de los otros dos: quiere exhibir públicamente a los pícaros trepadores, no sustentados en la ambición de trascender, sino en la pudrición que provoca el dinero.

Burlador burlado: en los frágiles cimientos de la civilización actual, el que no cae, resbala. Y este burócrata de buenas intenciones, pero sometido a la seducción de los intereses creados, comienza negándose a comer mierda, y acaba convertido en ella. ¿Alberga el germen de su propia destrucción? Sí, el mismo germen que incuban, ellos sí con conocimiento de causa, el empresario y el alcalde: dime con quién andas y te diré quién eres. Ya San Agustín condenaba en sus días el error de confundir el éxito mundano con la vida feliz (beata vita).

Mientras asistía a la puesta en escena de “Civilización”, y contemplaba el despliegue de maestría del elenco formado por Luis Martín, Alfonso Teja Cunningham y Roberto Cázares, me vino a la memoria un olvidado intelectual norteamericano: Norman O. Brown. En uno de sus libros (Life Against Death: The Psychoanalytical Meaning of History) explica que el excremento y el oro conforman el símbolo dual de la civilización moderna. Uno nos pudre, el otro nos pierde. Ambos son los signos civilizatorios por excelencia; el primero lo atesoramos sin querer, el segundo pretendemos atesorarlo: los dos cumplen su cometido tras ser expulsados (no en vano la civilización capitalista condena el dinero que se guarda, que no circula). Por eso mismo, el empresario de Legom orina mientras plantea su negocio al alcalde; sufre de incontinencia y lo acusan de mear en los pasillos del palacio municipal.

Queda claro el propósito moral y el pesimismo que destila la obra de Legom. Pero tampoco pensemos que la “ultimidad” de la civilización moderna es su perdición y no su trascendencia. Pese a la inmundicia moral del empresario y del alcalde, guardo la ilusión de que finalmente prevalecerá la escatología en su sentido metafísico y no en su significado de pudrición. Incluso en México. Por eso creo que un poema de Pablo Neruda podría ser el mejor epígrafe de “Civilización”, sobre todo en el siguiente fragmento: “las ciruelas que rodando a tierra/ se pudren en el tiempo, infinitamente verdes”.

Con esto quiero decir que en el mismo suelo de México, entre lo podrido y lo nauseabundo de nuestros gobiernos y las relaciones mercantilistas con los hombres de negocio, también se esparce el abono para la esperanza, infinitamente verde que nos trasciende, que nos reverdece como civilización. Aludo desde luego a la trascendencia cultural que nos otorgan dramaturgos como Legom y a la vocación inmarcesible de hombres de teatro tan admirables como nuestro paisano Luis Martín.     

 

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