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1682 7 Octubre 2014

 

 

Sinaloa y la restauración del presidencialismo priista
Ernesto Hernández Norzagaray

 

Mazatlán.- Uno de los temas más sentidos de la ciencia política en los tiempos del PRI hegemónico fue el de las relaciones políticas del centro con las regiones o los estados; federación y estados. La razón era muy sencilla, en el centro del país prácticamente se cocinaba todo lo de los estados. Ahí se definía quién sería gobernador, quién senador, o quién diputado; incluso, qué grupo gobernaría las principales capitales y ciudades del país.

Frecuentemente era el Presidente y sus asesores los que palomeaban a cada uno de ellos y el partido era el ejecutor de las decisiones. Entonces, el margen de acción de los gobernadores era más bien limitado, a lo sumo consensaba con los sectores del PRI los cargos en el gobierno y las candidaturas a diputados, Presidentes Municipales y Regidores.

El sistema era redondo y duro como una pelota de tenis. Nada se salía del control político. La oposición en ese tiempo tenía una presencia testimonial y profundamente doctrinaria. Recuerdo una expresión del panista Adolfo Christlieb Ibarrola, que caracterizó a la corriente más doctrinaria de su partido como la de los “meones del agua bendita” y qué decir de la izquierda comunista marcada por la matriz sino-soviética-trotskista. Cada uno de sus grupos con sus mitos, leyendas, iconos. Historias de sacrificio, como las que relató magistralmente el escritor comunista José Revueltas en El Apando y Muros de Agua.

Legitimidad perdida
Sin embargo, no hay mal que dure 100 años. El PRI vivía su propia contradicción, pues no podía tener legitimidad política sustentada en sí mismo, en la hegemonía de sus hombres y mujeres, en el llamado mito fundacional de la revolución mexicana, como lo llamó acertadamente el profesor español Ludolfo Paramio, sino necesariamente democrática. Entonces vino el colapso en un sistema de partidos que era un remedo de competencia por los votos.
La crisis estalla en 1976, cuando el candidato del tricolor José López Portillo no tiene adversarios en la papeleta, ni en el campo político. Luego sobrevendría la crisis de representación y legitimidad. La elite política encabezada quizá por el mayor intelectual que haya tenido el PRI, Jesús Reyes Heroles, emprende una reforma política profunda que buscaba restablecer la legitimidad perdida.

El Congreso de la Unión decreta la LFOPPE que incorpora principalmente a la izquierda marginal al sistema de partidos. Se abre el proceso que la teoría denomina liberalización política, que significa abrir gradualmente el sistema sin perder el control político. Pero en los costos de esta apertura, estaba contemplado que la oposición dejara de ser testimonial, doctrinaria y con tentaciones rupturistas por la vía de la guerrilla –como había ocurrido, con muchos miembros de la Juventud Comunista, que habían formado organizaciones armadas en los albores de los años setenta–, para de una vez por todas incorporarse por la vía la representación  en las instituciones públicas.

Esta transición votada, como la llamaría el politólogo Mauricio Merino y que es secundada en algunos textos más recientes por el sociólogo José Woldenberg, modificó paulatinamente la geografía electoral y el PRI tuvo que compartir el poder con la oposición. Hasta tal punto que en el 2000, como todos sabemos, perdió el poder ante ese partido fruto de una estrategia gradualista de ir ganando paulatinamente municipios, estados y curules hasta llegar a la Presidencia de la República.

Centralismo versus regionalismo
Pero a lo que vamos, es saber lo que pasó en ese quiebre con la relación de la federación y los estados. Cómo queda el sometimiento de las elites locales a la Presidencia imperial, como lo llamaría Enrique Krauze. Los presidentes Salinas y Zedillo no pudieron sostener el control político en los estados y había que negociar con las oposiciones emergentes. El poder de la oposición fue más evidente con la pérdida de la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados en 1997, que provocó el primer gobierno dividido de este ciclo político largo de gobiernos no unificados (hoy, todavía, ningún partido tiene la mayoría legislativa).

Y así, en el 2000, el PAN gana la Presidencia de la República; esto terminó por descomponer todo en el PRI. No hay Presidente priista. Y además con un sector del gobierno panista que favorecía la liquidación del PRI, encabezada por el Secretario de Relaciones Exteriores, Jorge Castañeda, posición que fue derrotada por el secretario de Hacienda, Ernesto Derbez.

Ante los riesgos que se avecinaban vendría la creación en 2001 de la Conferencia Nacional de Gobernadores (Conago) en Mazatlán, de clara inspiración priista, que ante todo buscaba formar un bloque de contención con reivindicaciones federalistas. Y por ello luego se sumarían gobernadores de la oposición, quitando su carácter priista. Fox y Calderón tuvieron que convivir con los gobernadores priistas, con gran capacidad de chantaje, de manera que esto provocó lo que la prensa llamaría los virreinatos locales, donde no quedaron exentos los de la oposición. Gobernadores poderosos que confrontaron al Presidente Fox y Calderón. Que frecuentemente no rendían cuentas y dejaron en bancarrota a sus estados.

Con la restauración priista las relaciones del centro con los estados, si bien no son ni serán por algún tiempo las mismas, porque la oposición sigue gobernando estados de la federación, sí se observa entre los gobernadores priistas cierta lejanía de sus banderas federalistas y un cierto sometimiento a los lineamientos de la Presidencia de la República, y esto es un signo inequívoco de la restauración de un presidencialismo que buscará imponer su voluntad en los estados.

Sinaloa
Hay matices de peso y el ejemplo de Sinaloa da motivos para explorar sus nuevas dimensiones de la relación del centro con los estados, que en los próximos años renovarán ejecutivos estatales. En Sinaloa, más que en otros estados, de los que tendrán elecciones en 2016, está hirviendo a fuego lento el ensayo de consolidar el poder presidencial e influir en la designación de los candidatos. Se trata de probar qué tan resistentes son los grupos locales ante el empuje de un Presidente que busca tener un dedazo renovado. Pero eso va en contra de intereses de facto, que buscan sostener su influencia en las grandes decisiones.

Sus movimientos van a la par de los espaldarazos que éste otorga a David López y Jesús Vizcarra. El más visible es el del ex gobernador Juan Millán, quien a finales de los noventas fue en contra del candidato de Francisco Labastida, entonces Secretario de Gobernación; y no sólo eso: lo derrotó ampliamente en la interna del PRI; igual al dejar la gubernatura, impuso al PRI la candidatura de Jesús Aguilar, quien casi pierde la elección ante Heriberto Félix Guerra; y en 2010, fue quien destapó a Malova para enfrentarse contra el candidato oficial del PRI, el empresario Jesús Vizcarra, que aun con todo el apoyo del PRI y mucho dinero, le fue imposible derrotarlo.

Estos éxitos políticos del rosarense hacen pensar que nuevamente está poniendo en juego una estrategia para estar en una posición privilegiada en la sucesión, impulsando un candidato propio o negociando su apoyo; para ello “consulta”, como lo hizo la semana antepasada, cuando se reunió con Presidentes Municipales del centro y norte del estado y seguramente lo hará con los del sur, o lo hace con liderazgos de la estructura del PRI.

La influencia de Juan Millán no se podría caracterizar como la encarnación de una rebelión local, con intereses regionales, pues eso supondría una fuerte crítica al gobierno de Malova, que por supuesto nunca va a hacer, sino es la obsesión de un hombre que busca seguir siendo el poder tras el poder.

En definitiva, estamos ante una restauración de un presidencialismo que va por el control de los estados y en ese camino encontrará resistencias y hasta probablemente rebeliones que van a poner a prueba su propia fortaleza.
Sinaloa, por lo temprano, es quizá el laboratorio y el desenlace ahora es imprevisible.

 

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