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1686 13 Octubre 2014

 

 

Los normalistas de Ayotzinapa
Ernesto Hernández Norzagaray

 

Mazatlán.- Hay recuerdos que vuelven a la memoria acompañados de tristeza e impotencia. En 2011 fui invitado por la Universidad Autónoma de Guerrero para dictar dos conferencias y presentar el libro colectivo Elecciones en Tiempos de Guerra (UAS, 2010), y estuve de nuevo en un Acapulco festivo que estaba inundado de turistas nacionales y luego en un Chilpancingo siempre triste al caer la noche.

En aquel libro coincidíamos varios colegas que las elecciones locales estaban tomando un nuevo sesgo en varios estados, que se estaba agotando en ellos la normalidad democrática, pues había en ellas interferencia de actores criminales y restaba legitimidad al sistema representativo.

No era nada difícil demostrar que los distintos cárteles, pero especialmente los más violentos, sabían que agredir las elecciones y sus instituciones podía ser un medio eficaz para ganar poder y alterar la vida de un municipio, una región, un estado, un país.

Estaba aún fresco el asesinato de Rodolfo Cantú, el candidato del PRI en Tamaulipas y la campaña electoral de Sinaloa donde el candidato de ese mismo partido a la gubernatura del estado había sido señalado por el candidato opositor de ser compadre de uno de los líderes del Cártel de Sinaloa, y sin duda, estaba como fiel testimonio las decenas de miles de homicidios dolosos con que cerraba el sexenio de Felipe Calderón.

Al finalizar la conferencia de Chilpancingo, se me acercó un grupo de jóvenes encabezados por una muchacha guapa de expresión amable y mirada inteligente; se presentaron como estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa, que data de 1926, para invitarme a su recinto escolar. Quedamos en que ellos se comunicarían y en un futuro estaría ahí para hablar de los mismos temas que ensombrecían al país.

Nunca se concretó la invitación, pero volví pensando en estos jóvenes provenientes de familias de bajos recursos que asumen la educación, no como un mecanismo para salir de la pobreza, pues la mayoría de ellos volverán a sus comunidades sino, ahora lo sé, como acción liberadora de sus pueblos.

Diciembre de 2011
Llegó el 11 de diciembre de aquel año y con él, las noticias de que dos estudiantes habían sido asesinados por la policía en un bloqueo de la Autopista del Sol, cuando exigían que se abrieran nuevas plazas de ingreso en la normal rural de Ayotzinapan. Para ese entonces ya era gobernador el priista converso al perredismo Ángel Aguirre, quien luego de los acontecimientos trágicos, diría que su vocación “no es la represión, sino el respeto de los derechos de todos”, que podría interpretarse “si los derechos de todos se pusieron en juego”, era obligación de la policía garantizarlos como fuera.

Hoy de nueva cuenta los acontecimientos trágicos sacuden la opinión pública pero con agravantes aun mayores. El cuerpo de ese joven normalista desollado y los cuencos de su rostro vacíos, son una imagen no solo brutal, sino el ejemplo vivo de una crueldad sin límite y un mal augurio de lo que sucedería con los 42 normalistas desaparecidos.

Ya algunos de los policías detenidos han declarado que los cuerpos encontrados en las fosas de las inmediaciones de Cuautla, corresponden a los jóvenes que fueron tomados por los criminales.

Sin embargo, la PGR hará a cada uno de los cuerpos las pruebas de ADN y estas oficialmente podrían durar de 15 a 60 días; esto huele más a dilatación que a ganas de querer aclarar la situación.

Independientemente de los resultados que arrojen las indagaciones judiciales, el hecho mismo de una fosa clandestina, es una muestra de brutalidad pero sobre todo de incapacidad de los gobiernos para combatir a los grupos que están detrás de estos crímenes.

Son igual muestra clara de regiones de un gobierno ineficaz, donde se ha dejado de tener control del territorio y este vacío lo han llenado delincuentes con o sin carnet policial o militar. Si, así, como en Somalia, Palestina o Afganistán.

Esta incapacidad del Estado mexicano de garantizar la seguridad en vastas regiones del país incluso de evitar que los servidores públicos estén coludidos con  grupos criminales, como parece ser el caso de Guerrero, donde todos apuntan como ejemplo al alcalde perredista de Cuautla, es la expresión de la contradicción entre el México bárbaro y el México de los discursos de un futuro promisorio.

El del mundo criminal y las reformas estructurales. El de la pobreza y la opulencia. El de la inseguridad y la seguridad de quienes se la pueden pagar. El México de Ayotzinapa y Tlatlaya y el del estado de confort de los altos funcionarios públicos.

En definitiva, los acontecimientos trágicos de Cuautla me recuerdan otros eventos criminales que son verdaderos desafíos a las instituciones del Estado, lo hemos visto en el norte de Sinaloa donde los cárteles se disputaron o disputan los “mercados de droga” del Valle del Fuerte; también sabemos de ellos en los límites del estado de Michoacán y Guerrero donde el gobierno ha preferido desarmar y encarcelar a los autodefensas que detener a quienes controlan, violan, asesinan, imponen su ley; acaso, además, no están presentes en los narcobloqueos que se han dado en Monterrey y Guadalajara, o la tierra sin ley de los pueblos del llamado Triángulo Dorado.

El poeta Sicilia
Será, como reflexiona en su última colaboración de Javier Sicilia para la revista Proceso, que estamos en un entronque donde por un lado se encuentran los actos de los criminales que sabemos son delitos y por el otro lado, los actos de gobiernos que se les llama violación a los derechos humanos.

Dejemos hablar al poeta: “En México, tanto el delito, que el Estado dice perseguir pero que no castiga o lo hace de manera selectiva, como la violación de los derechos humanos, que el Estado niega, parecen ir en la misma dirección de la construcción del “musulmán” de Auschwitz. El delito, las cruentas y espantosas dimensiones que en México ha adquirido, y su sistemática impunidad, han ido acostumbrando a una gran porción de mexicanos a vivir en una dócil indefensión. Lejos de protestar, muchos comienzan a ser indiferentes ante el crimen que otros padecen, y, por lo mismo, a aceptar fatalmente que un día también se les asesine, secuestre, torture, desaparezca o extorsione impunemente. La abdicación del Estado a su deber de protegernos bajo instituciones y programas mientras duremos con vida, ha ido creando la percepción, en muchos de nosotros, de que vivir es estar sometido a la fatalidad, al “así son las cosas”, al “ni modo”, al “qué le vamos a hacer” (…)

Esta forma del totalitarismo o de la dictadura es nueva en su apariencia, pero no en su naturaleza. Es una forma inédita de la violencia de Estado que ha perdido la máscara ideológica de su razón de ser. La maquinaria estatal de México, que en sus órdenes institucionales pretende –es lo que nos dice todos los días– regular de manera racional y legal los conflictos, se revela cada día más compatible con una violencia extrema de nuevo cuño que día con día borra los logros del proceso civilizatorio y nos va convirtiendo en materia esclava o en animales de rastro. El Estado en su debacle va dejando de ser un aparato jurídico y político para convertirse en una máquina de sumisión y destrucción sometida a imperativos ya no políticos, como en el nazismo, el sovietismo o las juntas militares, sino absolutamente económicos”.

 

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