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1686 13 Octubre 2014

 

 

El crimen de Iguala
Víctor Orozo

 

Chihuahua.- Investigo, cavilo y escribo sobre el pasado y me pregunto si este trabajo intelectual sigue siendo legítimo, justificado, pertinente, ante el peso colosal de las atrocidades del presente. Brota el cuestionamiento por la conmoción que me ha causado el asesinato de los estudiantes de la escuela normal de Ayotzinapa en la ciudad de Iguala.

No me asombra la violencia, cuya historia es larga y copiosa en México. Me pasman la saña, la estupidez y la sinrazón mostradas en el actuar de un cuerpo de policías disparando contra camiones de pasajeros llenos de estudiantes y luego, el secuestro, tortura y asesinato de varias decenas de estos jóvenes.

Y la inferencia o ilación inmediatas: ¿qué nación puede tolerar estos crímenes sin envilecerse? ¿Cómo se puede retornar a la cotidianeidad bajo el peso de esta losa?

De la gama de análisis y opiniones divulgados durante la última semana, retomo aquella vertiente que habla de un “estado fallido”, recurrente en México desde hace unos años, cuando se alzó la imparable ola de violencia delictiva, frente a la cual hasta hoy el gobierno mexicano se ha mostrado ineficiente e incapacitado para cumplir con uno de sus  deberes fundamentales como es el de garantizar la seguridad pública.

¿Por qué en el pasado inmediato –digamos veinte o treinta años– con recursos materiales, tecnológicos y humanos en el área de las policías y fuerzas militares varias veces menores, la criminalidad se mantenía en niveles tolerables para el grueso de la población? ¿Cuál es la diferencia específica de estos tiempos? Podríamos ensayar una primera explicación atribuyéndola a la corrupción de los funcionarios públicos. Sin embargo, ésta ha sido un distintivo constante en el quehacer político mexicano, salvo épocas excepcionales, como los primeros lapsos de la república restaurada, hace siglo y medio.

Pero la actual corrupción tiene algo característico. Es su penetración en el esqueleto de varias instituciones, a las cuales ha invadido, como un tumor canceroso. El alcalde de Iguala, con ser un caso emblemático por desmesurado, ni de lejos constituye una excepción. Si nos damos a la tarea de recopilar la lista de diputados, presidentes municipales, gobernadores, líderes partidarios y otros funcionarios –de todos los colores–,  vinculados al crimen y al robo o desfalco del erario, sobre quienes se ha dado noticia, llenaríamos páginas enteras.

Es incuestionable que existen entidades o individuos con ejercicio de funciones públicas no subordinados a esta invasión. Pero sus poderes son insuficientes. Tomemos el caso de los órganos representativos. La fuente de  su integración al seno del cuerpo colegiado, es la gracia debida al jefe en turno, llámese líder político, gobernador, presidente, dirigente sindical. Y éstos, han formado una cúpula sobrepuesta a los organismos que decide por todos, en un conciliábulo de negociaciones y complicidades en los cuales nunca está presente el interés público. Así, en los congresos, cabildos municipales y demás asambleas de representantes, apenas si se escuchan voces disidentes, salvo cuando media alguna pugna partidaria o personal por el reparto del botín.

El remedio de las reformas electorales, imaginadas como una panacea para acabar con la vieja corrupción, resultaron hasta ahora, peor que la enfermedad. Democratizaron sí, pero la distribución del saqueo. Además de toda la cauda larga de políticos, gestores, líderes y lidercillos que pululaba en torno de las oficinas del PRI, los cambios hicieron posible a cualquier grupo de vivillos –o vivales–, hacerse de unas siglas, un escudo, alquilar alguna pluma para redactar documentos y contratar una empresa de marketing, con lo cual tuvieron todo para acceder a los puestos públicos. Los partidos de oposición, antiguos como el PAN, o expresiones nuevas de una tendencia histórica como el PRD, igual fueron tomados por asalto en esta oleada de arribistas y buscadores de chambas, ávidos de dinero y poder.

En la acera de enfrente, entre la masa que forma eso llamado sociedad civil, creció como bola de nieve un negocio ligado al tráfico de estupefacientes. No es que fuera desconocido, de hecho, estuvo allí al menos desde hace medio siglo. Pero, ahora se convirtió no en un asunto de miles o cientos de miles, sino de miles de millones, gracias al consumo norteamericano. Los narcos, sustantivo relativamente nuevo en los usos verbales, dispusieron de instrumentos y caudales para controlar, por la vía de la compra, el chantaje o la amenaza, a legisladores, jueces, mandos administrativos, policiacos y militares. ¿Y cómo no iban a tener el potencial para hacerlo si los partidos políticos, únicos medios para acceder al poder y a las funciones públicas, tienen como preocupación central, casi exclusiva, el ocupar los espacios oficiales llenándolos con cómplices y compinches? El ahora famoso alcalde de Iguala, se convirtió en tal, porque encandiló a quienes deciden las candidaturas en el PRD, donde varias de las familias o cenáculos en los cuales se divide, no dudarían en postular a cualquier capo, si con ello ganan terreno a sus rivales y acopian dineros.

La política ha devenido así en una puja por imponer mezquinos intereses privados. No aparece en el grueso de quienes la practican en los partidos, la vocación y la genuina ambición del aspirante a estadista. Para ello, se requiere sustentar principios e ideales así como la disposición a establecer un compromiso vital con los mismos. Ni siquiera  encontramos los usuales afanes de trascendencia. El dirigente partidario convertido en funcionario, se ha convertido en un vulgar negociante. Este contexto dibujado en grandes trazos, constituye el caldo de cultivo idóneo para la llamada narcopolítica, es decir, para la asociación entre estos ocupantes del poder y los cárteles del crimen.

Si consideramos el total de las funciones públicas, no puede hablarse de un estado fallido. Tampoco de un gobierno débil, pensando en el cúmulo de dispositivos económicos, jurídicos y políticos a su disposición. Lo que tenemos es un estado en el cual se encuentra ausente, perdido diríase mejor, el espíritu público, ese bien intangible que permea y orienta a la buena acción política. En manos de estos funcionarios perseguidores a toda costa de la riqueza personal pueden ponerse centros de inteligencia, armamentos, asesores y el conjunto de la parafernalia que los acompaña, pero siempre obrarán como dueños, con el ojo puesto en sacar tajada.

El ejemplo del presidente de la República, trasmite bien el mensaje desde arriba. Si gasta, para su uso personal, más de seis mil millones en el avión más caro del mundo, ¿por qué no habría de adquirir el alcalde de una comunidad empobrecida una suburban de un millón? Igual, si el secretario de marina despacha en un escritorio de medio millón, ¿por qué habríamos de esperar otra cosa distinta a la rapiña de las finanzas públicas en las instancias colocadas abajo?

En el crimen de Iguala no encontramos beneficiarios. Los jóvenes estudiantes normalistas, fueron víctimas de esta inercia de violencia delictiva que empuja a ciertas agencias de gobierno en México. Es una fuerza salida de cauce no sujeta a racionalidad alguna, ni siquiera a la sórdida del lucro, como ocurrió en Ciudad Juárez cuando estuvo tomada por las huestes de la policía federal.

En este sombrío escenario, hay un hecho para levantar el ánimo: a lo largo del país, se produjo una reacción espontánea y en cadena. A unas cuantas horas de propagarse los hallazgos macabros en las fosas colectivas, las gentes de varias decenas de ciudades salieron a la calle, casi sin convocatoria, guiadas apenas por imprecisas noticias sobre puntos de reunión y de marchas. Pocas ocasiones un estado de ánimo se extendió tan rápido y fue asumido por personas de tan diversas procedencias ideológicas. 

Optimista incurable, albergo la expectativa de que no pare este movimiento, que se enlace con otros, hasta ejecutar la cirugía mayor requerida por nuestra vida política.

 

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