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1686 13 Octubre 2014

 

 

Votar contra la maldad política
Claudio Tapia

 

San Pedro Garza García.- La cadena de crímenes de Estado continúa creciendo de forma alarmante e indignante. Aguas Blancas, Acteal, Agua Fría, El Charco, Tlataya, Ayotzinapa, Iguala, todas, localidades convertidas en fosa común de cadáveres de niños, jóvenes y adultos, asesinados por policías y grupos militares, sin que exista un solo funcionario civil o militar de alto rango imputado por cualquiera de esas masacres.  

La maldad individual y colectiva derrama sangre, pero ésta es poca comparada con la generada por la maldad de los que controlan y administran el poder económico y político del Estado. Alan Wolfe nos dice que la maldad política consiste en la muerte, destrucción y sufrimiento intencionados, malévolos y gratuitos infligidos a personas inocentes por los líderes de movimientos y Estados en sus esfuerzos estratégicos por conseguir objetivos realizables.

Combatir a la maldad política obliga a distinguirla de la maldad genérica. Focalizarla permite identificar a los responsables, no del mal sino de la conducta malévola que persigue fines políticos inconfesables.

No tenemos que reformar o salvar a los políticos (son irredimibles), lo que tenemos que hacer es detenerlos y para eso necesitamos concentrarnos en las causas políticas de su conducta. Eso es lo que recomienda el profesor de ciencia política citado, en su libro, La maldad política, qué es y cómo combatirla, Galaxia Gutemberg.

Cuando la gente es indiferente y se conforma con lo que hay, cuando se ha resignado y ya no espera nada, la maldad política deja de ser un problema grave. Menos mal cuando el número de personas que intentan evitar el mal es semejante al de los que lo permiten. Vergonzosamente, éste no es nuestro caso. Basta con comparar la cantidad de personas que acudieron al llamado de Cadhac para solidarizarse con las víctimas de los recientes crímenes de Estado, con la copiosa presencia de los que asistieron eufóricos a vitorear y a acariciar al carismático Presidente de la República de gira por nuestra ciudad, tan campante, como si nada grave ocurriera.

Los políticos actúan en sus escenarios, tranquilos, como si nada, porque saben bien que tanto los que quieren acabar con la maldad como los que la toleran o les vale madre, son domesticados ciudadanos amaestrados para participar en el rito electoral de la entrega del voto que les permitirá continuar agregando eslabones  a la cadena de maldad política.  

En tanto seamos incapaces de analizar críticamente los fines que subyacen a la maldad política y sigamos esperanzados a que los individuos buenos (¿existen?) nos procurarán el bien y acabarán con el mal, todo seguirá igual.
Mientras esperamos a que suceda el milagro democrático que supuestamente permitirá que ganen los buenos, seguimos atrapados en la simulación de la representación, condenados a participar en un juego que sólo sirve para legitimar a impostores que nos dañan y engañan.  

Tenemos que reaccionar, burlar la trampa y exorcizar la condena, escapar de la fatal resignación. ¿Cómo lograrlo? Parece que no tenemos muchas vías para escoger.

El voto es lo único que nos queda para hacerlo valer en nuestro empeño. Negarlo es una buena opción, además de un deber moral. Dejar de votar es una efectiva manera de protestar y de honrar a las víctimas.

Negar el voto es votar en contra de la maldad política.

 

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