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1695 24 Octubre 2014

 

 

El largo adiós de Ben Bradlee
Eloy Garza González

 

San Pedro Garza García.- Entre los mejores boxeadores de todos los tiempos, Rocky Marciano destacó como uno de los más grandes en la categoría de peso completo.

No era dueño de una técnica depurada, era tosco, fofo, pero sabía resistir estoico los embates del contrario: los medía palmo a palmo hasta el instante mágico en que los derribaba de un gancho al hígado. Coronaba su victoria soltando maldiciones, más como desfogue que como expresión de odio. Y es que en el fondo, Rocky Marciano era un quebrador de narices muy sentimental.

Entre los diez mejores periodistas de todos los tiempos, acaso el mejor en la categoría de editores fue Benjamin C. Bradlee, que acaba de morir a los 93 años. No era dueño de una técnica fina, era tosco, atrabancado, pero sabía resistir las presiones de los poderosos como Richard Nixon, el Pentágono, y de sus propios colegas mediáticos, hasta la mañana mágica en que los derribaba con sus mortíferas primeras planas. Coronaba su búsqueda de la verdad con un lenguaje de camionero, más como descarga de su tensión emocional que como soberbia. Y es que en el fondo, Ben Bradley era un quebrador de prestigios muy sentimental.

Al inicio de su carrera pugilística, Rocky Marciano dudó entre el box y el beisbol, pero descubrió que su derecha era débil para lanzar la pelota. Así que eligió el destino que lo encumbró a la gloria deportiva. Al inicio de su vida adulta, Ben Bradlee dudó entre el servicio diplomático y el periodismo, pero comprobó que lo suyo no era la cortesanía palaciega sino su capacidad de encaje y su pegada. Así que escogió el oficio curtido en las salas de redacción y las rotativas. Ambos, Rocky Marciano y Ben Bradlee terminaron por preferir el sano deporte de aniquilar rivales a base de golpes y resistencia física-mental.

El saldo profesional de Ben Bradlee como director de The Washington Post marca un record insuperable de victorias por knockout. Había tumbado a un Presidente de EUA (tras soltar a sus mastines Bob Woodward y Carl Bernstein, para destapar el caso Watergate), había evidenciado documentos secretos de la guerra de Vietnam, había incubado 18 premios Pulitzer y se había dado el lujo de cambiar para siempre el estilo de hacer periodismo de investigación, con su camisa de vestir arremangada, la corbata floja, las piernas cruzadas encima del escritorio y el corazón latiéndole furioso hasta dar con la nota del día.

Rocky Marciano, el boxeador, detestaba el escándalo dentro y fuera del ring. Por eso se quitó prematuramente los guantes y se retiró a vivir en paz con su familia (el gusto le duró poco, porque se cayó de un avión a los 42 años de edad). Ben Bradlee, el periodista, también se jubiló invicto de las salas de redacción, luego de diez mil días de buscar continuamente la nota periodística, hasta el 31 de julio de 1991. Su última jornada de trabajo pasará a la historia del periodismo por el respeto que le tributaron sus colaboradores. Se cuenta en broma que fue tan larga la lista de colegas que tomaron la palabra esa mañana, que el hijo recién nacido de una reportera hubiera tenido tiempo durante los discursos de crecer lo suficiente para pronunciar él mismo unas cuantas palabras.

Una vieja foto en blanco y negro eternizó el instante justo en que Rocky Marciano era despedido en medio de aplausos, al finalizar la última rueda de prensa que dio pocos días antes de morir. Otra foto, igualmente nostálgica, congeló el momento preciso en que un Ben Bradlee emocionado hasta las lágrimas cerró por última vez su despacho mientras todos los empleados de The Washington Post, al unísono, espontáneamente, lo despidieron con una lluvia de aplausos tan atronadores que los vidrios del edificio entero se cimbraron durante la ceremonia del adiós.

Desde la muerte de Marciano, el box se volvió otra cosa, un negocio más redituable, con boxeadores como estrellas del espectáculo y mejor marketing. ¿Empeoró o mejoró? No lo sé. También, desde la jubilación de Ben Bradlee, el periodismo de investigación, incluido The Washington Post, se convirtió en otra cosa, un negocio más redituable, con periodistas como vedettes y marketing en sustitución de la vedad. ¿Empeoró o mejoró? No lo sé, pero muy pocas veces más volverán a pisar una sala de redacción aquellos periodistas legendarios que, como el mismo Bradlee decía, tenían el honor de “ser un verdadero peligro para la gente del gobierno”. Descanse en paz el gran Ben Bradlee.

 

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