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1716 24 Noviembre 2014

 

 

La marcha de los 43
Joaquín Hurtado

 

Monterrey.- Negro es un color violento. Simboliza luto, dolor, ausencia, deuda. Silencio. “Así debes vestirte, lo leí en feisbuk”, me advierte Rosalinda, mi mujer, cuando nos preparamos para asistir a la marcha del 20 de noviembre en apoyo a los 43 jóvenes desaparecidos en Ayotzinapa, Guerrero.

Sin embargo, yo no suelo usar prendas de ese color. No me gusta cómo me veo, resalta mis huesos de por sí saltones, me acerca a las imágenes estereotipadas del cine macabro. Elijo un color café con rayas claras. Uno nunca sabe dónde vaya a quedar su imagen ahora que todo mundo porta camaritas en la palma, presto a dispararlas a la menor provocación.

Partimos rumbo a la Purísima, punto de reunión y de arranque para el contingente. El taxista nos deja cerca de la Pulga Río, donde mataron a Raquenel Villanueva, la abogada de los narcos, cuya muerte se dio en el marco de esta época siniestra.

La marcha está convocada para las 5 pm. Mi ifon indica que llevamos quince minutos de retraso. El taxista dice que todavía no se explica la razón de la explosión vehicular que experimenta Monterrey de unos años a la fecha, y nos platica de sus aventuras al volante y los nervios se me crispan nomás de pensar en los miles de trabajadores del volante que tienen la necesidad de entrarle a este monstruo de manera cotidiana y de las consecuencias en su salud mental: “Llego loco a mi  casa, señor, me da miedo que un día mate a mis hijos”.

Veo mis zapatones marca Therapie, especiales para personas diabéticas. No, yo no sufro de esa enfermedad, sino de otra condición de salud que me ha succionado las grasas del cuerpo y ha diluido la masa adiposa de mi organismo; mis plantas son huesos casi pelones, por lo que caminar se me ha vuelto un suplicio. Bajo del coche de alquiler y, como el primer hombre en la Luna, digo: “este es un pequeño paso para mis patas flacas, pero un gran salto para la humanidad”. Con puntadas de esa calaña exorcizo las punzadas de mis malecitos.

Mi mujer no me escucha la sarta de boberías que voy diciendo, ella va hecha la mocha porque odia la impuntualidad. No se acuerda de su pierna cholenca por una hernia que la atosiga desde hace meses. Ah, benditos cincuentas, apenas cruzamos esa edad y el cuerpo nos cobra toditas las facturas de lo que hicimos con él a los veinte.

Llegamos a la plaza y nos encontramos a Dafinia y Conrado en sus bicicletas deportivas. Ambos chavos son amigos de nuestro vástago Isaac, que ahora cursa un doctorado muy lejos de esta patria destripada. “Vengo en representación de mi hijo”, grita mi mujer, como si fuera embajadora ante la Unesco. Los chavos que la escuchan han de pensar “qué ruca tan loca se nos acaba de unir”.

La Dafinia trae una pancarta atada a los manubrios de su bici: “Si ellos mandan es porque tú obedeces”. Rosalinda abraza y mima a los chavos que se le atraviesan, se siente la mamá de todos los güercos que mira. A todos le habla de hijos. Tiene miles en todo el planeta. Los muchachos corresponden a su amor desaforado. Pobrecilla, creo que mi vieja ya dio el viejazo.

De pronto ella dice tener urgencia por un sanitario. Chin, pienso, ya empezó el calvario de la miadera. Desde que nos dijeron que lo más saludable para el organismo es beberse tres litros de agua al día, no paramos de orinar cual canes amarillos. “Ve al Supersiete de la esquina”, le sugiero para quitármela de encima. Ella va y ruega desconsolada para que le presten el sanitario: “Soy una mujer enferma de la vejiga, hija, tenga piedad, necesito usar su baño”, y la chica del mostrador no lo piensa mucho y le suelta las llaves de su trono sagrado. Solidaridad de género.

Rosalinda siempre se sale con la suya echando esa clase de mentiras piadosas. Regresa al fin descansada. “Ya me urge echar mentadas al pinche gobierno, ya quiero que empiece la marcha”. Y la columna, nomás de oírla, se empieza a mover. De lejos veo a Carito, la mujer de Ricardo Martínez, escritor y cronista. Apenas parpadeo y ella ya está a mi lado. Viene con Malena Múzquiz, escritora también acompañada de su hermana. Nos abrazamos y nos besamos, gustosos de andar en la bola.

Comienzan las consignas. Uno, dos, tres… y el grito se va hasta el cielo pardo, contaminado, insalubre, de esta ciudad que creció de manera repentina trayendo consigo todos los jinetes apocalípticos imaginables. “Cuatro, cinco, diez, veinte, treinta…” y así va la letanía contando numerales hasta llegar al 43. Se da un breve y doloroso silencio. 43 es el número de jóvenes normalistas desaparecidos en Iguala. De pronto, el gentío ruge: “¡Justicia!”

A eso vinimos, a exigir justicia. Pero, ¿quién nos escucha más allá de las paredes cacarizas y pintarrajeadas de la calle Ocampo? Ya ni siquiera el consulado yanqui está en ese barrio. Vamos frente al Río 70, cine de arquitectura en forma de media esfera. Parece un animal prehistórico y elegante. Recuerdo que allí se proyectó en función de gala la película “Filadelfia”, con Tom Hanks y el galanazo Denzel Washington. La peli fue la respuesta de su director J. Demme, que retrató perfectamente las vicisitudes de los gays enfermos de sida, cuando la crítica marica de los años noventa lo acusó de homofóbico por “The silence of the lambs”, aquel exitazo de taquilla con la memorable actuación de Tony Hopkins.

A unos metros distingo a Luis Lauro Garza y el Pato, apresuro el paso para alcanzarlos. Los abrazo del cuello. Responden con mucho afecto a mis cariños. Son amigos y cómplices de aventuras desde toda la eternidad. Mi mujer manda saludos a la esposa de Pato. Qué familia tan grande y hermosa tenemos, carajo. Adelante viene un joven con un bebé en una cangurera, y un letrerito engrapado que  reza: “Pienso, luego me secuestran”.

Mi vieja ensaya tímidamente un lema: “Gaviota, gaviota, tu marido es un idiota”. Lo copió de una manifestación de maestros de Chilpancingo que protestaban en el DF contra el presidente de la república y su horrenda reforma educativa. La Gaviota es el mote popular de la primera dama, archimillonaria actriz de Televisa. La raza se ríe. Mi mujer se envalentona y lo repite, pero una ola de otro cántico recorre la calle atestada: “Guerrero, aguanta, Nuevo León se levanta”.

Y vaya que notamos el desperezarse de nuestra ciudad-estado en esta marcha de indignados. En su gran mayoría son chavos y chavas de universidades locales. La buena nueva es que son estudiantes del Tec, Udem, UR, y por supuesto la UANL. Qué vibrante emoción me corre por las venas. No paro de chillar.

Me despido de Luis Lauro con la promesa de que la próxima marcha va a ser para exigir la despenalización de la mariguana. La haremos fumando un porro colectivo en la Macroplaza. Apuntadísimos mi vieja y yo, viciosos clandestinos.

Y luego pasamos por un gigantesco edificio en construcción, Calle Ocampo y Juárez. La mole me recuerda los rascacielos de otras latitudes más opulentas y de sociedades un poco más justas. Suspiro. La ciudad se agiganta en nuestras propias narices, elevando sus decenas de edificios hasta alturas celestiales. Pero el pueblo a ras de calle apenas tiene para mal vivir, asediado por el crimen impune y los políticos corruptos. Esta idea me produce escalofríos y náuseas.

 

Bajamos por la calle Juárez hacia el norte: “¡Únanse, mirones!”, les gritamos a los viandantes que se pegan a los ventanales de las tiendas y oficinas y desde las aceras encienden sus teléfonos celulares-cámaras de alta resolución para grabar el evento ciudadano. Me engolfo, orgulloso de mi valor civil. Cientos de policías desarmados flanquean la vivaz culebra de siete mil almas.

Hay rabia, impotencia, jolgorio, brazos que se agitan, música, pitorreo, sangre adolescente y jubilosa que hace su debut en la acción civilizadora de la protesta callejera. Me aguanto las ganas de echarle a los polis aquella vieja chanza de los marchistas de mis años mozos: “El poli en la calle y el sancho talle y talle”. Mi mujer es una señora muy correcta que sólo mienta la madre de gobernadores para arriba y me da un codazo para desactivar mis infames intenciones.

Doblamos por Juan Ignacio Ramón, cuna geográfica de nuestra noble y perra ciudad. Pasamos frente al edificio Latino y la nostalgia me invade al recordar a la finada Tucita y nuestros fracasos en la radio comercial para hablar de sida, sexo, condones y uyyy, relaciones anales entre maricas. Allí había una radiodifusora de la cual nos corrieron por léperos.

Al llegar frente a palacio de gobierno comienza la chifladera. “El que no brinque es Peña” Y saltamos como chapulines. “Peña y Medina son la misma mierda”.  No creo que el gober carita de rorro se esté asomando por los históricos cristales del palacio de cantera. Mis pies arden por la fatiga, mi garganta está exhausta. Casi no las llego. Necesito de manera urgente una caguama y un porro de la maciza para mis dolencias de moribundo.

Eencima de la iglesia Sagrado Corazón se elevan unos globos blancos con una llamita titilante que los conduce al cielo despejado. La llamita les da calor y vida. Bellísima visión. Son los espíritus de las decenas de miles de desaparecidos, secuestrados, ejecutados, víctimas de un estado rapaz y mafioso.

Frente al periódico El Norte, las oficinas de Conarte y en la cabecera de la Plaza de los Desaparecidos, comienza el mitin. Final de la corta, larga, dolorosa marcha en honor de los muchachos que nomás no aparecen. Nomás los quemaron vivos, dice el gobierno. Y por eso estamos aquí. 

Mi mujer se pone a llorar con su amiga Coty y su hijita Melina. Se abrazan y rezan. Y los chicos y chicas ahora sí y a todo pulmón gritan: “que chingue a su madre el presidente y los mierdas políticos”. De plano, es muy temprano para regresar a casa, pero muy tarde para que los 43 muchachos aparezcan sanos y salvos. El clamor en todo el país y en las capitales de todo el mundo apenas comienza. ¿Escucharán los de arriba? Porque el silencio tiene, también, un color violento.

 

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