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1721 1 Diciembre 2014

 

 

Aquí presente, compa Mojica
Gerson Gómez

 

Monterrey.- El auto comenzó a fugar vapor. Rayos. Vaya si tengo puntería para echar a perder motores. Lo he padecido con dos vehículos. Invertir parte de los ahorros en una cañería descompuesta. El caos. Me horroriza volver al ejército transeúnte. Encontrar un mecánico que no sea cuenta tuercas es toda una epopeya.

Recurro a don Goyo, mi vecino, dueño de la refaccionaria #1 de Monterrey. Me recomienda un taller eléctrico de la avenida Bernardo Reyes, por el rumbo de la Soriana Vallarta.

–Te recomiendo llegues después de las 11:30, a esa hora viene llegando Rubén, el electricista. Tomo en cuenta y modifico la agenda para no continuar desgastando el auto.

Me estaciono afuera del local. Se encuentra cerrado con candado. Le llamo a su teléfono móvil: “En 45 minutos llego; ¿no llevas prisa?”

– Te espero, total, voy a matar el tiempo en el Soriana.

Paseo por las filas de la tienda. Me hago de los shampos para el cabello. Uno para mí, el otro para mi hijo.

Regreso al taller y viene parqueando Rubén. Le explico con lujo de detalles y prendemos el motor. Se convence de la falla. Mientras tanto, pierdo el tiempo fisgoneando el periódico El Sol.

Le dedican un reportaje de una página a Rubén Hernández Mojica, Mojica para los compañeros de la prensa. Se extienden a lo largo de las palabras de su larga trayectoria. Boxeador, nacido en el barrio bravo de la colonia Moderna.

Administrador de clubs nocturnos. En su faceta de road manager de José José. Encumbrando al estrellato al músico regio vallenato Celso Piña, con quien vivió tal vez sus mejores años.

Voy leyendo la página. Se expanden los sentimientos. Señal de alarma. Deberíamos prescindir de los homenajes. Eso sólo nos recuerda el amargo sabor de la inevitable y densa muerte.

Beber es el único acto noble. Compartirlo con los afines es sinónimo de amistad. En los principios de los años noventa, el sitio de reunión por excelencia fue el Café Brasil. Ahí me presentaron a Rubén.

–Mojica, es el mánager de Celso Piña– me dijo Moani.

Bromeamos desde la primera vez. Me tiró dos jabs en los costados, luego me invito una cerveza.

Rubén me acompañó en momentos significativos de la vida. Le hice segunda cenando en La Estrella Roja. Vagando por los pasillos de la Pirámide.
Deambulamos en el barrio antiguo. Cantamos en el piano bar de Socorro Pacheco. Subimos innumerables ocasiones al cerro de la Campana. A la casa de Celso. Amanecimos escuchando en su casettera, al costado de la calle Zaragoza, las canciones de Chago Díaz, antes que fueran éxitos de otros cantantes. Organizamos el homenaje a Joaquín Hurtado. Bailamos en el ferrocarrilero. Nos obsequió una botella de Buchanas a cada uno de los participantes, en la presentación oficial del Barrio Bravo, al Blanquito Man, Toy Selectah, el Campa, y a mí.

En la bodega en San Nicolás. A bordo de la camioneta van que manejaba Jesús Garza Morúa. Abrazaba fuerte a Nicho Colombia mientras jugueteaban. Cenamos con Juan Bañuelos, el poeta chiapaneco, en la Bohemia, mientras Rubén le aplicaba los mismos jabs. Esa era la manera de mostrar su simpatía.

Cuando le entregué el texto para Barrio Bravo, que luego convirtió en la frase que usaba en las presentaciones: Las canciones de Celso Piña son himnos para protegerse del sol de Monterrey, confirme la sospecha: me tenía en muy alta estima.

Como yo a él.

 

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