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1836 11 Mayo 2015

 

 

        
El Cañon Namúrachi y la defensa de las libertades
Víctor Orozco

 

El cañón de Namúrachi, ubicado a unos 120 kilómetros de la ciudad de Chihuahua y a seis del pueblo de San Francisco de Borja, es un portento de la naturaleza. Sus colosales formaciones rocosas que casi se  cierran en el cielo, están sin duda entre las más bellas del mundo.

Como el Puente del Inca en los Andes argentinos, el valle de los Hongos en la sierra Tarahumara, la Gran Piedra en Santiago de Cuba y cientos de similares en todo el mundo, dejan pasmados a quienes los admiran. Quien desea preguntarse cómo es que se originaron y configuraron, puede atenerse a las explicaciones de la Geología, pero también puede darle vuelo a la imaginación poética. Su magnificencia quizá le despierte reflexiones filosóficas o literarias.

A lo mejor se le exacerban sus sentimientos y le dé por mandar mensajes amorosos. De la misma manera, puede provocarle un vehemente fervor religioso, producirle un profundo sobrecogimiento emocional como dice Andrés Gacitúa o la sensación de la presencia divina. Cada quien. Nadie protestaría si los inspirados se sientan allí a reflexionar, escribir o se postran para orar.
        
Lo inaceptable para el interés general y el respeto a la naturaleza como un bien público, es que al  poeta, al filósofo, al literato, al enamorado se les ocurra plasmar sus reflexiones y cuitas en las paredes de las rocas. Menos aún que candidatos y partido las manchen con sus slogans. Pero, entonces los eclesiásticos y fieles religiosos ¿Sí tienen el derecho de poner imágenes y aún a construir altares de mampostería en medio y  bajo las estructuras naturales?. La pregunta es porque al cañón de Namúrachi lo llenan cada vez más de santos y crucifijos que se aparecen en los recodos y concavidades más hermosos. Al fondo, en una galería que descuella entre todas por su altura, sus colores, la disposición de sus muros, la manera cómo fragmenta los rayos solares, le ha sido sobrepuesta una horrible plataforma de piedra y cemento para los símbolos católicos.

Y conste que aprecio en mucho la belleza del arte arquitectónico religioso y siempre que puedo busco  iglesias, retablos, capillas, torres, fachadas, estilos, en los lugares que visito. Pero, semejantes objetos y obras de arte deben estar donde deben estar...en los edificios construidos ad hoc y no en escenarios naturales únicos o excepcionales como el cañón de Namúrachi. Los adoratorios llenos de objetos religiosos edificados en su interior, trastornan y distorsionan el fascinante espectáculo que nos regala la naturaleza. Son intrusiones apenas menos burdas que el embarrar una escultura clásica con un pegote político. Impiden al espectador el goce estético en toda su plenitud. En otras latitudes estas invasiones no se permiten. Como dice Graciela de la Rosa,  la iglesia de Nuevo Mexico no  levanta altares en las grutas de Carlsbad. Aquí, este  grosero aprovechamiento del entorno físico muestra el dominio del dogma y la organización religiosos. Y la debilidad o complicidad del gobierno.

Entiendo bien que los exacerbados fervores religiosos nublen la inteligencia y conduzcan a pensar que Dios puso allí este “templo natural” para que el hombre, creado a su imagen y semejanza lo usara, mutara y aún destruyera si así le place. La idea de este homus ego, amo y señor de todo lo existente por comisión divina, ha reinado por siglos y siglos. Y, cada profeta, apóstol, vicario, mensajero de la divinidad la ha interpretado a su manera. Su iglesia, su culto, sus ritos, sus emblemas deben estar en todas partes, copar todas las creaciones humanas y las naturales. Por eso el cañón de Namúrachi, que en efecto se asemeja a una gigantesca catedral, con su nave central y sus capillas a los lados, es concebido como un “templo natural”, a cuya entrada se le ha colocado un letrero en el cual se da la bienvenida a los “peregrinos”. Ya puestos en este terreno, el catolicismo como única religión verdadera según se ha autoproclamado (al igual que las otras) puede apropiarse del sitio.

La toma de posesión de la maravilla natural por una confesión religiosa, desde luego, no es inocente ni tiene su origen en la “religiosidad popular”, como algunos lo argumentarían. Constituye un ejercicio de poder por parte de la iglesia católica, pero sobre todo de quienes administran a esta formidable organización confesional. Esta imposición se establece en todos los ámbitos: ideológico, político, cultural, material. Entre más lejos llegue, mayores van siendo sus controles y exclusiones. Es el sino de las concepciones religiosas y de las iglesias. Y, cuando se asocian o se confunden con el poder político aplastan todas las libertades, hasta la de pensar. Cuando miro  las acciones de los grupos de fanáticos, iluminados o enfebrecidos prosélitos destruir los signos de antiguas culturas como lo hacen los yihadistas de hoy, me recuerda que así fue el comportamiento de los adalides del cristianismo durante muchas centurias. Hasta que fueron obligados a retroceder, primero derrotados en el campo de las ideas, triunfo que le debemos al siglo XVIII, llamado de las Luces y luego en el espacio de las armas y la política. De no haber sido así, todavía tendríamos al Tribunal de la Santa Inquisición, a las matanzas de infieles y a las hogueras donde se achicharraban brujas y herejes. Padeceríamos del Index, aquel catálogo en donde los jerarcas religiosos ponían la lista de las lecturas prohibidas.

Algún lector pensará que me ocupo de un asunto baladí. No es tal. Es un ejemplo tomado como sustento para reflexionar sobre la disputa que tiene lugar en todas partes, aunque con diverso grado de intensidad o encono, entre las pretensiones de los dirigentes religiosos, con diferentes denominaciones, de imponer conductas, reglas o leyes y entre quienes defendemos un mundo de libertades. La necesidad de poner un coto a los fundamentalistas no se circunscribe a las corrientes más ortodoxas e insultantes del islamismo. También en las naciones occidentales, donde hace años se consumó la separación entre la iglesia y el estado, se producen  constantes intentos por volver al ominoso pretérito. En Estados Unidos se escriben leyendas bíblicas en los libros de texto para las escuelas públicas, en sustitución de teorías y hallazgos científicos. Y en México, varios gobernadores entre ellos el de Chihuahua, están en competencia para ver quien lesiona con mayor fuerza al estado laico y con ello a las libertades. Con frecuencia, legisladores y otros funcionarios públicos olvidan su condición de representantes y servidores del pueblo para convertirse en feligreses.
        
En esta tesitura, nunca será suficiente el tiempo que nos demos para reflexionar estos temas y tratar de preservar para la nuestra y las futuras generaciones un espacio donde el pensamiento vuele libre, sin las trabas de los totems y los dogmas. Este espacio comprende también el derecho a acceder a los bienes universales como los brindados por la naturaleza. No sea que a la vuelta de la esquina nos topemos, no con lunáticos musulmanes del Medio Oriente, sino con obispos como alguno de España que parecen salidos del medioevo. Y con una red de organismos religiosos que meten su cuchara en todas las esferas de la vida pública y privada, haciéndolas miserables.

Así que, hasta allá llega mi defensa del cañón de Namúrachi como una insólita maravilla natural que debe preservarse de agresiones: religiosas, mercantiles o políticas, para el esparcimiento y el goce de todos, sin distinciones.

 

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