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1878 8 Julio 2015

 

 

Desolado final del atrabancado
Eloy Garza González

 

San Pedro Garza García.- Los descendientes de los héroes lucen a sus ancestros; los bisnietos de verdugos ocultan a sus antepasados ruines.

La historia es una tómbola de buenas y malas personas, y los hijos cargan con las penas y las glorias, el olivo de los patricios y el olvido de los traidores.

Un amigo mío, viejo con achaques y problemas para cubrir los gastos de la casa de reposo donde vive, no desprecia a su tatarabuelo. Pero prefiere no contar la historia. Lo recuerda a duras penas, entre susurros, mientras sorbe un caldo frío. Al muchacho le habían matado a su mentor, Santos Degollado, y más que acatar órdenes superiores, marchaba al monte a hacer justicia, como suele decirse cuando se busca venganza.

Montaba un alazán y se arriscaba el quepís con la visera; se ajustaba al pecho la botonadura dorada. Iba a la cita con el general José María Arteaga, en el Monte de las Cruces, cerca de Toluca. Lo seguía su tropa escuálida, cientos de hombres que no serían tantos para garantizar victoria y menos si el enemigo, más experimentado en las artes de la guerra y las peripecias de la vida, conocía el terreno para tenderle una trampa o una emboscada. Como era liberal, se quitó del cuello el relicario de la Virgen de los Remedios, que le había colgado su madre: “Dirán que una cosa creo y otra predico”. Pero ella insistía porque el relicario era milagroso y él, antes que liberal, antes que general, antes que prometido, era buen hijo.

“La valentía del joven general a mí me parece imprudencia de chamaco”, me confiesa mi amigo, sorbiendo su sopa fría. “Pero no puedo negar el tamaño de sus cojones, a pesar de su inexperiencia militar”. Se desató el tiroteo en el paraje La Maroma y justo al mediodía, el muchacho convertido en general cayó prisionero: el relicario de su madre manchado de sangre, la tropa dispersa, malherido el alazán. 

El joven general encendió un puro mientras un pelotón lo ponía cara a cara ante el Jefe del Ejército enemigo, Leonardo Márquez. “Tiene usted media hora para disponerse”, le advirtió Márquez. El muchacho exhaló una bocanada de humo antes de responder a su captor: “Yo no le hubiera dado ni tres minutos, cabrón”. Grande y floja su boca. “¿Y para qué lo hizo?” Se pregunta mi amigo, limpiándose las gotas del caldo, en la comisura de sus labios.

El atrabancado general pidió su última voluntad: un lápiz y una hoja para escribirle a su madre una carta sin lágrimas ni sentimentalismos: “no se hace conmigo más que lo que yo hubiera hecho en igual caso”. Es el ojo por ojo; el diente por diente de la guerra. No había en el joven odio sino frialdad. Se negó a recibir confesión (“estamos perdiendo el tiempo, padre, y ustedes tienen qué hacer”), se negó a ser sepultado en sagrado sino en tierra bruta y pidió que le regresaran a su madre el relicario de la Virgen de los Remedios: “al cabo, como ven, no es muy milagroso”. Su irreverencia rayó en la blasfemia.   

Arrodillado el joven general, de espaldas al pelotón de fusilamiento, se quejó a gritos porque lo mataban como perro traidor. Mentó madres sin ton ni son. Luego se convenció a sí mismo, en voz alta para que lo escucharan todos, que ultimadamente “lo mismo da morir por delante que por atrás”. Así fue abatido el atrabancado general Leandro Valle, el 23 de junio de 1861.

Mi viejo amigo sorbe los restos del caldo frío, y se queda mudo, como cavilando en la mala suerte del joven general Leandro Valle, mecido por el viento varios días, semidesnudo, acribillado a quemarropa, colgado de un ahuehuete en un monte perdido del Valle de México.

“Pues sí será muy atrabancado su tatarabuelo”, le digo yo a mi viejo amigo, “pero no encuentro ningún motivo para ser olvidado como mala persona, aunque abjurara de su religión y de los mimos de su madre”. Cae la tarde en la casa de reposo y me turba un silencio como de cementerio. Mi viejo amigo acaba su sopa fría y se limpia la boca con el dorso de la mano. “Mi tatarabuelo no era Leandro Valle, sino quien lo mató, el cobarde general Leonardo Márquez”.

 

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