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1896 3 Agosto 2015

 

 

La generación adolescente
Guillermo Berrones

 

Monterrey.- Diego es mi sobrino y mi camarada adolescente. Camarada tiene en mí el tono nostálgico de aquella ideología fraterna de los setentas.

Para él no es más que una palabra simpática extraída de una canción de banda sinaloense: "no ha de servir para nada, el camarada". Callado, absorto en la tecnología de la informática y los juegos del momento, es un muchacho hasta cierto punto distante de los adultos. Reniega socarronamente de su "maldita obesidad" que le dificulta ponerse los calcetones. Y se burla letal, peo inteligentemente, de quien intenta zaherirle o ridiculizarlo. Andamos de viaje vacacional y su tía se empeña en catectizarlo con frases de que los viajes ilustran, de que la cultura es esto y lo otro, de que hay que dejar el celular por un rato. Y cada frase lleva implícita una especie de recriminación e invitación a que se integre al mundo "inteligente" de los adultos. Diego rumia y accede para evitar los roces. Una especie de rebelde subordinación. Pero en esta convivencia descubrí dos cosas: es un gran lector y un tipo reflexivo que está construyendo sus ideas con su propia percepción del mundo. Argumenta sus opiniones. Y cuando habla aflora una inteligencia poco común en chavos de su edad.

Acampamos en las grutas de Tolantongo, Hidalgo, un par de días. Ausente de datos móviles y de señal en los celulares, María y Mariel se echaron a dormir. Diego hizo lo propio. Yo me compré un par de cervezas y a la luz de la fogata me quedé un buen rato disfrutando de las luciérnagas y del murmullo nocturno del río y sus cascadas. Antes de acostarme vi encendida la luz de una tablet.

-¿Qué haces, Diego?  -pregunté.

-Leo, -me contestó.

Y la segunda pregunta fue: 

-¿Y qué lees?

-Libros satánicos -me contestó.

Sé que lo dijo para escandalizar y evitar que me metiera en sus asuntos. Lo dejé en paz y siguió leyendo hasta la madrugada. Por la mañana retomamos el tema de la lectura y me dijo que acostumbraba bajar libros de la red para leerlos.

Después de visitar algunas iglesias de las ciudades de Hidalgo y luego de recorrer el convento franciscano de Tepeapulco, cenamos en el Sanborn’s de Pachuca. En la sobremesa vino el intercambio de experiencias vividas durante el viaje.

De la descalificación a los retoques en las imágenes pintadas originalmente por los guerreros otomíes en la iglesia de Ixmiquilpan, Diego nos llevó a la discusión de la fe religiosa. Los padres de Diego son de una fe bastante respetable y a la que Diego se somete más por estrategia que por convicción, según reveló. Sobre los rituales, sobre Tomás Moro, sobre los franciscanos, los jesuitas, los dominicos, sobre la tercera ley de Newton, sobre la fe, sobre la espiritualidad, sobre las energías, sobre Aristóteles y la psiqué, sobre la estética. Y sobre la existencia de Dios. Yo estaba maravillado con sus argumentos sobre creer o no creer en Dios. Estaba conociendo a un sobrino distinto que hablaba de cosas interesantes desde el fondo de su “maldita obesidad”.

Aunque su tía intentó persuadirlo de la importancia de la fe y de los miedos humanos que a veces desesperadamente nos obligan a recurrir a esa figura imaginariamente omnipotente, Diego mantuvo la defensa argumentada de sus convicciones adolescentes.

Pensé en mis alumnos de la secundaria de Valle Soleado y me pregunté:¿Diego será el resultado de las enseñanzas de sus maestros, una consecuencia, una excepción o es un simple accidente adolescente? ¿Sabrán sus maestros lo que tienen en clase con este muchacho?; ¿realmente conocerán a Diego? Me temo tener la respuesta y no quiero compartirla. Fuimos los últimos clientes en salir. Al pasar por el área de libros, Umberto Eco y Dante Alighieri estaban en nuestro camino. Brevemente comenté a Diego sobre El nombre de la rosa y La divina comedia. Los buscaré en la red, me dijo, verdaderamente interesado.

Le ofrecí darle mis ejemplares al regresar a Monterrey.

 

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