Suscribete

 
1922 8 Septiembre 2015

 

 

GUERRILLA REGIOMONTANA
El asalto bancario
Ricardo Morales Pinal

 

Monterrey.- Como era común en aquellos tempranos años setenta, los grupos guerrilleros se construían con más voluntad que conocimiento preciso en el arte de la guerra.

Por ello, después de la minuciosa planeación y la animada preparación física y psicológica para llevar a cabo las acciones, surgieron los llamados imponderables: en lugar de tres, solamente pudieron estar presentes en el lugar de los hechos (en la calle de Guerrero, al norte de Monterrey) dos comandos. Uno integrado por Raúl Ramos Zavala, Ignacio Salas Obregón, Raúl Rodolfo Rivera Gámiz, Alberto Sánchez Hirales y Ricardo Morales Pinal; el otro, por Gustavo Adolfo Hirales Morán, Héctor Escamilla Lira, José Luis Rhi Sausi Galindo y Jorge Enrique Ruiz Díaz. El tercer comando, que encabezaría Sergio Dionisio Hirales y estaría formado por Luis Ángel Garza Villarreal, José Luis Sierra Villarreal y Mario Ramírez, no se logró integrar para la ejecución de las acciones.

Recuerdo a Raúl Rodolfo Rivera Gámiz (el Tolo) al momento de la acción: sereno, silencioso y efectivo para mantener el control; Jorge Alberto, con quien yo había participado en el levantamiento de datos previos durante la planeación “in situ”, recio y ruidoso, combina perfectamente con Rivera.

Cuando llegamos, yo me encargo de desarmar y mantener a raya al vigilante bancario; resguardo la entrada ante la eventualidad de la llegada de una camioneta de valores, que regularmente asistía por las mañanas, mientras Ignacio y Raúl ejecutan la entonces llamada “expropiación”.

En menos de cinco minutos emprendimos una retirada ordenada y con saldo blanco. El otro comando, por desgracia, no corrió con la misma suerte. La reacción instintiva de ese guardia fue la de desenfundar su pistola ante la sorpresiva incursión del comando, generándose un enfrentamiento con Hirales, cuyo resultado fue la muerte del guardia.

El nerviosismo se apodera de los integrantes del comando, quienes se retiran a toda prisa. Al llegar al llamado “trasplante” de vehículos, la operación se realiza sin las precauciones debidas, lo que provoca que una vecina anote las placas del vehículo que Jorge Ruiz había plantado previamente, mismo que pertenecía a un maestro amigo, totalmente ajeno a los hechos. Y ahí inició el principio de la derrota, ya que una vez identificado el auto, no le fue difícil a la policía localizar a Jorge Ruiz en unas cuantas horas; y por la relación que públicamente manteníamos como compañeros de trabajo, también vincular los hechos conmigo. Como Jorge sospecha que durante el trasplante de vehículos podrían haber sido detectados por los vecinos de la zona, decidimos esconder las evidencias que guardamos en el vehículo durante la precipitada huida (algunas armas, entre otras). Para ello nos dirigimos a la parte trasera del almacén de la escuela, a donde habíamos regresado, como estaba previsto, después de las acciones. En seguida partimos de la escuela cada quien por su lado.

Los acontecimientos se desarrollaron entonces en cascada, con intensidad creciente. El Estado, ese monstruo de mil cabezas, había despertado y echado a andar toda su maquinaria represiva de una manera incontrolable. Los órganos del poder soltaron las amarras de las mal llamadas fuerzas del orden, quienes no dejaron un lugar de Monterrey fuera de su control. Cada calle, cada plaza, cada escuela o centro religioso eran vigilados con furia cancerbera. Y aquel grupo de jóvenes idealistas, cansados de la antidemocracia, del abuso de poder, de la desigualdad y la injusticia, huíamos hacia la magra infraestructura levantada con más fuerza de voluntad que recursos. Recorrí las calles de la ciudad no sé por cuánto tiempo, evadiendo las volantas de vigilancia, evitando a toda costa acercarme a la casa de Ángel y Estela, ante la posibilidad de que los agentes policiacos nos descubrieran juntos.

Haciendo a un lado mis propios temores, mi propio miedo, pude sortear los riesgos de ser capturado, hasta llegar a mi hogar, que para entonces se ubicaba en la colonia Las Brisas, al sur de Monterrey. Allí me cambié de ropa.

Mi padre se encontraba muy cansado, eso lo recuerdo como si fuese hoy mismo; la embolia lo había aplastado y apenas entraba en recuperación cuando se presentaron los hechos. Y yo, ¿qué podía hacer? Sabía que aquella actividad subversiva me llevaba a separarme de él de manera irremediable.

Atrás habían quedado los años en que él se batía como un valiente atrás de su torno en la gran fábrica. Largas jornadas de trabajo que en ocasiones llegaban a prolongarse hasta la medianoche cuando, acompañado de sus compañeros firmaban contratos con los Ferrocarriles Nacionales de México para la rectificación de las ruedas de los trenes. Recordaba los años de mi niñez, tomado de su mano, los años de amistad y complicidad cuando su palabra no sólo era ley, también era historia: por sus pláticas conocí a Manolete, a Lorenzo Garza, a Perón y a Evita, a Juárez, a Villa y a Lázaro Cárdenas, a De Gaulle, a Eisenhower y a Sandino. También supe de la afiliación forzada que desde el sindicato minero, al que pertenecía, se hacía en favor del partido único. Y lo vi sufrir por ello. Tanto, que me tocó presenciar cuando rompió en cachitos su credencial con el logotipo tricolor, carnet que sintió envilecía los colores de la enseña nacional, símbolo que él tanto respetaba, para sellar su enojo con una frase: “¡con estos cabrones, a ningún lado!”

En mi adolescencia, cuando nos sentábamos en el quicio de la puerta en la casa de Isaac Garza, hacía planes; quería poner un taller y yo soñaba con la revolución; soñaba con un futuro luminoso para mí y yo veía el futuro en una oscuridad atemorizante; me daba consejos, mismos que escuchaba atento. Luego la vida me enseñó que a pesar de la gran maldad que se anida en los hombres del poder, sigo sin odiarlos, porque él me enseñó a amar y el odio dejarlo para los espíritus pequeños.

Nos despedimos y salí de casa junto con Jorge, que a esas horas ya me había alcanzado. Lo vi por última vez en libertad, de pie, en el balcón de la casa de donde ahora me marchaba por tiempo indefinido.

Al regresar al centro de la ciudad, nos alcanzó un ingeniero que había sido nuestro maestro en los años de facultad, y quien ya nos buscaba con su vehículo. “Sólo díganme, ¿es cierto que fueron ustedes?” “Sí”, fue la respuesta contundente. Y desde ese momento se convirtió en un apoyo incondicional para los dos. Al pasar en su vehículo frente a las instalaciones del Itesm ubicadas en la avenida Tecnológico (ahora Garza Sada) prácticamente nos topamos con un convoy de la policía estatal que trasladaba detenido al maestro dueño del carro ya identificado, pues ahora nos buscaban en el Tec, ya que sabían que a esas horas nosotros  estudiábamos –Jorge y yo– una maestría. Entendimos así que ya estábamos plenamente identificados.

Al pasar por el Colegio Civil nos topamos con el doctor Víctor Sánchez, compañero de la Juventud Comunista y gran amigo, quien nos ofrece llevarnos por los rumbos del Topo Chico en donde algunos médicos egresados de la universidad hacían prácticas de asistencia social en los sectores marginados de Monterrey. Nos negamos, ante la eventualidad de ser detectados por la policía que, para decirlo en lenguaje coloquial, prácticamente nos pisaba los talones y en esa circunstancia involucrar a compañeros con quienes –si bien sosteníamos afinidad ideológica– no formaban parte del grupo guerrillero que ahora se encontraba en serios aprietos. Había entonces que improvisar y lo hicimos.

Llegamos a una casa en la colonia Obispado, en donde vivía un amigo mío, originario de Oaxaca, quien a la vez era mi alumno del primer semestre en el  Área de Ingeniería y Ciencias. Le solicité que por la noche nos prestara su apartamento ya que –le mentimos– queríamos invitar a unas muchachas para pasar un rato agradable. Corrimos con suerte, pues en ese momento salía de cacería con unos amigos y regresaría hasta el domingo. Nos dejó las llaves del apartamento y de esa forma encontramos refugio seguro el viernes 14 por la tarde y noche.

El tiempo seguía corriendo y con ello la posibilidad de que los compañeros que no habían sido detectados pudieran reubicar sus posiciones, ante la eventualidad de que los dos cabos sueltos en que nos habíamos convertido mi compañero y yo fuésemos capturados por la policía, que ya desde ese viernes por la tarde hacía circular nuestras fotos por toda la ciudad, en diversos periódicos.

Al día siguiente recibimos la visita del ingeniero protector, quien ahora estaba acompañado de otro amigo que, tijera en mano, acudieron a cortarnos el cabello, que por entonces se estilaba largo, pues el siguiente paso era salir de la ciudad al siguiente día, es decir el domingo 16.

 

Su nombre :
Su correo electrónico :
Sus comentarios :

 

 

15diario.com