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2035 12 Febrero 2016

 

 

Sensacional de motines
Joaquín Hurtado

 

Monterrey.- La Loca lame con palmas de angustia su cabello oxigenado, reta a los gendarmes en la puerta del penal, quiere saber el estado de su Alexis, pillado hace un año por un guatito de hierba.

La cámara transmite en vivo las llamaradas del adentro. Danzan los humos fantoches del alebrestado bandido que al filo de la medianoche quiso devorar carne de prójimo bien sazonada. Modos pintorescos del apache posmoderno que quiere dar la bienvenida al Pontífice Pancho. Hábitos folclóricos del chúntaro cuando hierve de ganas por lavar viejas afrentas. Desata la furia caníbal, así se libra de la presión crítica en el confinamiento brutal de la cárcel inclemente.

Chicharrón de puerco para recibir al Papa plebeyo. La tele muestra la lumbrada lengualarga en crujías y laberintos donde maldormían reos, celadores,  niños de pecho y damas en visita conyugal. La ciudad se desmañana con los ecos de balazos y sirenas a todo tren. La riña devino en ritual sanguinario que desmembra cuerpos y achicharra pellejos. 52 son las víctimas fatales en el Penal del Topo Chico, así lo confirma el C. Gobernador Jaime Rodríguez Calderón en un comunicado desnutrido, bien blindado en palacio de gobierno, dictado nueve horas y un cuarto después de los hechos sensacionales en los que medio centenar de readaptados cayeron descuartizados en lucha fratricida.

La muchedumbre de familiares y curiosos se arremolina tras las murallas del palacio maldito. Los más ruegan, suplican, claman por información que les verifique o los desengañe si su hijo, padre, esposo o tío está con bien. Si no ha pasado mi Alexis por la salvaje degollina. La gentuza es rinoceronte encabronado que da de topes y se arremolina desafiante a la sombra del sobrepoblado tabique. No se mueve, bufa.

Pasan los minutos y la masa crece en tamaño, fuerza y cólera. Ciega, espumosa. Desguaza portones y desorbita cerrojos. 52 muertos y contando. ¿Habrá más? Sólo Dios sabe, y los altos mandos castrenses que vinieron a tratar de sofocar la rabia del interno y de la muchedumbre desbocada: “Pinche Bronco puñetas, no vales verga”. Un viejo escupe diatribas contra el flamante ejecutivo por el alcatraz altoparlante de sus manos corajinas. No es para menos, es ya tema de escándalo el palo cagado por las corruptelas de este brevísimo sexenio que ni siquiera atina a alzar el vuelo. El gober de la raza vive ido, de rol  pachanguero por la geografía bronca de un país que sobrevive apenas con las tripas al aire en las narcofosas del espanto.

¿Estarán en la lista necrológica mi chavito, mi cuñado y mi marido? Familias completas refundidas dentro de esos muros por el delito de ser prietos, jodidos, sin conectes, sin futuro. Custodiados  graciosamente por la hiel del rencor y el pago de piso a los desalmados Zetas. La raza paga, la extorsión manda.

El helicóptero informativo sobrevuela el plano descoyuntado, soflameado, pasmado de uno de los tres Centros de Rehabilitación Social más viejos de la Sultana. Rehabilitación Social. No, carajo, no se ría que no estamos para bromas. El pájaro metiche nos muestra el rosario de cuerpos desmebrados que la mano del forense ha cubierto pudorosamente con lonas blancas. Decenas de cadáveres se amontonan en las canchas de fut. Montoncitos de muertos y contando. En el flanco sur-poniente los supervivientes se comunican a gritos con sus mujeres llorosas. Los Kevin, Irving, Soteros y Pedros pasan lista de presente en el corazón implacable de sus viejas. Aquí estamos bien, dicen los compadritos desde la ventana enrejada en el sector que quedó intacto, a salvo del incendio y la cuchilla.

La Loca no se halla, nada la apacigua, digita números apurados en su teléfono inteligente. Esta vez el fono táctil es la cosa más imbécil del mundo, no sabe ni mugre jota de lo que acontece en la sección donde estalló el motín. Allí mero mordía barrote su Alexis. Nadie le dice si su huerco cayó víctima de la reyerta infame. Agarra la Loca del suelo un risco y lo lanza a los gendarmes. Los artillados cuicos nomás se hacen a un lado, se retraen puertas adentro apretando las quijadas.

La autoridad reconoce, mal y tarde, sólo 52 falllecidos. Acepta de dientes para adentro la escalofriante cifra para olvidarla al tiro. 52. Número maldito que reina en esta inmensidad oceánica de impunidad y violencia. 52 fue también el número de víctimas calcinadas en el Casino Royale, apenas ayercito. Pero de ellas ya nadie se acuerda, metidos como andamos en el brete del nuevo estadio pelotero en el cauce de un río asesino.

 

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