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2056 14 Marzo 2016

 

 

Quimera del burócrata liberado
Eloy Garza González

 

Monterrey.- Desde hace dos sexenios el Estado mexicano no ha parado de hincharse. Con Peña Nieto, el gasto corriente (usado para mantener a la burocracia y no para servicios asistenciales) ha crecido 40 por ciento. El sector público se ha inflado como el sapo de la fábula.

Sin embargo, la principal queja de los críticos del sistema es lo contrario: que el gobierno mexicano se ha achicado. Es curioso de dónde surge tanta alucinación de que el Estado ha perdido peso y aspira a la anorexia.

La disminución autoimpuesta es una fantasía: ningún gobierno se reduce por sí mismo. Su propensión es a lo opuesto: acumular más poder que nunca, más fuerza coactiva que nunca.

Patrick Henry, el célebre revolucionario americano escribió: “La Constitución no es un instrumento para que el gobierno le ponga límites a la sociedad, sino un instrumento para que la sociedad le ponga límites al gobierno”.

Pero la sacrosanta Constitución Mexicana no obedece la máxima de Patrick Henry sino que es un instrumento legal para imponer la fuerza creciente del gobierno sobre la sociedad; nuestra Carta Magna no se sustenta en las libertades que merecen los ciudadanos, sino en los derechos que merecerían recibir del Estado. Con ese fin, el gobierno cobra coercitivamente impuestos directos e indirectos a los ciudadanos.

Para eso, el Estado tendría que ser buen recaudador, porque como ente económico ya sabemos que no produce nada, sino que se queda con un porcentaje de lo que producimos los demás, es decir, vive a costillas nuestras. Y como el Estado mexicano no es buen recaudador y la casta burocrática no está dispuesta a prescindir de los beneficios que recibe a manos llenas, entonces nos obliga a vivir a sus costillas, quitándole recursos, eso sí, al asistencialismo. Así empieza la crisis del Estado de Bienestar.

La presión fiscal se agudiza. Los servicios otorgados por el Estado se deterioran. La fórmula es simple y obvia, pero pocos la ven claramente. Prefieren creer que un hiperestado será más eficaz. Bajo esa creencia se forma la biografía de casi todos los mexicanos: nacemos en un hospital público, nos educan en escuelas públicas, trabajamos en el sector público, vivimos en un entorno de subvenciones públicas, nos pensiona nuestro patrón público y nos despiden de esta vida en una capilla de velación pública.

Somos Estado-dependientes. De ahí que, aunque vivamos desencantados de ellos, en el fondo queremos ser amigos de los servidores públicos vigentes. Buscamos la seguridad que nos da vincularnos con ellos.

Otro modelo de vida personal, consistiría en poner nuestro negocio, montar un establecimiento al margen de la omnipresencia del Estado y su casta de burócratas voraces. Imposible: en menos que canta un gallo, le caerán inspectores para cobrar permiso de uso de suelo, de factibilidad, de edificación, de visto bueno de plan de contingencia, de renovación de permisos, de salud, de alta en el SAT, de impuesto sobre nómina, de afiliación al Seguro Social, del sindicato respectivo, de clausura por una colilla de cigarro tirada en la puerta de entrada.

En suma, lo empujan a ser preferentemente servidor público y así meterse en la vorágine de los defectos y vicios inherentes al medio gubernamental. Ya se ve que en México la libertad personal consiste en vivir detrás de un escritorio, oculto tras un altero de papeles oficiales por sellar.


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