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2066 28 Marzo 2016

 

 

Algo de oxígeno a los derechos humanos
Hugo L. del Río

 

Monterrey.- En amplios segmentos de la sociedad mexicana perviven restos de la herencia de aquel “México Bárbaro” sobre el que escribió su monumental libro-reportaje el norteamericano John Kenneth Turner. Más que a castigar al delincuente, somos proclives a punir al delito, como apuntó Sciascia.

Hacemos nuestra la estúpida y criminal declaración de Arturo Montiel: “Los Derechos Humanos son para los humanos y no para las ratas de dos patas”. Y seguimos dando como válido el axioma que justificó durante muchos años las atrocidades de jueces, magistrados y Ministerios Públicos: “La confesión es la reina de las pruebas”. Un “interrogatorio” por parte de la policía mexicana me obliga a confesarme culpable de quemarle los pies a Cuauhtémoc o hundir el Titanic. Lo que sea.

A millones de mexicanos –desde políticos encumbrados, a empresarios de billete gordo, para terminar con albañiles analfabetos– se les atora en la garganta el nuevo sistema penal acusatorio y el aparente impulso que se está dando a las comisiones de Derechos Humanos. No conciben que el reo, ya en prisión y confeso, sea puesto en libertad porque en el proceso que va de la  aprehensión a la presentación ante el juez salgan a la superficie las irregularidades cometidas por policías, judiciales o MPs.

Y, sin embargo, es tan sencillo de entender. Tomemos solamente dos ejemplos. Los agentes del orden tardan varias horas en presentar al presunto culpable ante la autoridad correspondiente, a pesar de que su obligación es hacer la presentación en lo inmediato. La tardanza da pie a toda clase de sospechas sobre la policía, que no es precisamente la más profesional ni aliñada del mundo. En el lapso pueden estar torturando al prisionero para obligarlo a declararse culpable; vamos, tampoco es descabellado suponer que, en caso de robo, estén despojando al ladrón de su botín. Cosas peores les hemos visto a los elementos de nuestras corporaciones.

Por otra parte, desde hace rato el arraigo se declaró ilegal. En consecuencia, cualquier admisión de culpa formulada por un arraigado carece de valor legal. No es difícil cumplir con estas nuevas disposiciones. El problema radica en que afecta los intereses de los abnegados guardianes del orden público. 

Los alcaldes forman el más ruidoso de los grupos de protesta contra las nuevas modalidades. Y es que, salvo el caso de los judiciales, que dependen del estado, son precisamente los ediles quienes deberían instruir a sus guardias en el respeto al nuevo sistema. ¿Por qué no lo hacen? Porque están en desacuerdo con todo lo que signifique defensa de los derechos de los ciudadanos. Y quién sabe si tendrán otras razones. De la legión de mediocres y corruptos que llamamos clase política podemos siempre temer lo peor.

En cuanto a las comisiones de DDHH hay que decirlo con todas las letras: hasta el momento han funcionado como un apéndice burocrático: un escuadrón de presupuestívoros educados en la escuela de la sumisión al “señor”. Basta recordar el desastre que fue el paso de Minerva Martínez por la CEDH.

Ahora surgen, débilmente aquí y allá, indicios de que bajo la presión de la sociedad se les está insuflando un poco de oxígeno. Que así sea. Y que estas nuevas y favorables condiciones nos ayuden a ofrecerle a México no el imperio de la justicia, pero por lo menos y por lo pronto, un espacio nacional donde haya menos injusticia.

hugo1857@outlook.com


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