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2066 28 Marzo 2016

 

 

En memoria del padre
Eloy Garza González

 

Monterrey.- Eloy Garza Mascorro cantaba “Sin ti” en la fiesta que el sindicato petrolero y Joaquín Contreras Cantú le organizaban a Salvador Barragán Camacho, en su casa de McAllen, cuando un ayudante le informó que la Refinería de Reynosa estaba a punto de estallar.

Tomó su camioneta Chevrolet para pasar el Puente Internacional y no fue sino hasta detenerse en la aduana de Reynosa (que lucía abandonada), cuando Eloy Garza cayó en la cuenta de que ningún otro invitado de la fiesta lo seguía.

–Es natural –me interrumpe Joaquín Hernández Galicia, La Quina, ex convicto, sentado en un sillón viejo de su casa de Tampico. Es un hombre bajito, delgado pero correoso, ascético por los cuatro costados y vegetariano. Usa una guayabera blanca que le queda grande y le abaniquea con cada movimiento nervioso. Joaquín Contreras me acompaña en la reunión gestionada por él–. Todos eran una bola de cobardes, comenzando por Chava. Los usé para manejar a los miembros del sindicato. Pero luego, uno a uno los fue comprando el gobierno para torcerme. ¿O por qué cree que Barragán fue de los primeros que salió libre? Por eso le pienso para recibir en mi casa a personas que como usted quieren pedirme favores.

Eloy Garza Mascorro dudó un par de minutos al volante entre rescatar a su familia en la colonia Ribereña, o auxiliar en las instalaciones de Pemex para sofocar el incendio. Buscó en alguna estación de radio información reciente pero el aparato estaba mudo. Sin embargo, le bastó con mirar el horizonte rojizo y la humareda que cubría el oeste de la ciudad para comprender la gravedad del accidente. Nadie quedaría con vida.

–¿Y qué decidió? –me pregunta La Quina. Sabe bien que a su edad tomar ciertas decisiones cambian la vida de uno para siempre. ¿Qué hubiera pasado, por ejemplo, si en vez de perseguir con su grupo de diputados petroleros en el Congreso al ex director de Pemex, Mario Ramón Beteta (a quien ya había defenestrado), lo hubiera dejado ir sin humillarlo más? Fidel Velázquez, líder tan metódico y disciplinado como él, se lo advirtió en plan de amigos: a un Primer Mandatario no se le reta.

Sin embargo, don Fidel protegió a su pupilo del poder presidencial hasta que una tarde, cumpliendo en casa su descanso después de comer, viendo como siempre las noticias del Canal 2 frente al televisor, el cetemista recibió un informe confidencial de Gobernación sobre los próximos atentados de La Quina en contra el gobierno. Don Fidel jugueteaba con un mondadientes, como era su costumbre, cuando se comunicó a Los Pinos. Así selló su suerte el líder petrolero.

–¿Decidir? Pues la única correcta, don Joaquín, conducir la camioneta por el más rápido atajo para llegar a la Refinería y ponerse a las órdenes de los altos mandos locales de Pemex. Claro está, tampoco había nadie en sus puestos. Sólo una cuadrilla de trabajadores de Construcción y Mantenimiento calculando los riesgos de la explosión de los contenedores y el estado de los ductos y tuberías. Esto a duras penas, debo decirle, porque las llamaradas de varios metros impedían cualquier maniobra. Ninguno se atrevía a bajar por la pendiente de tierra, bajo una hondonada, donde estaban expuestas al incendio las válvulas de gas abiertas, a plena presión. Si el fuego llegaba hasta allá, adiós a todos.

Eloy Garza Mascorro no podía saber que en la colonia Ribereña su mujer salía corriendo de su casa con sus tres hijos pequeños en brazos. Veía el cielo entintado en rojo sangre y la caravana de vehículos huyendo del peligro. Con pena se acercó a una vecina, amiga suya, para pedirle auxilio, pero la respuesta la dejó humillada en medio de la calle: “En este carro no caben ni tú ni tus hijos, porque vamos completos”.

–Así son los miserables – añade La Quina. Soba las piernas con sus manos arrugadas, como de pergamino –. También a mí me dejaron sólo cuando me inventó Salinas los cargos de homicidio y acopio de armas. Nomás mi esposa Carmelita me apoyó. Por eso cuando velaron a Chava Barragán, cerca de mi casa, porque vivía cerquita de aquí, seguí con el mariachi duro que dale, toda la noche. Pero a ver, dígame de una vez, ¿bajó o no algún trabajador de la cuadrilla a cerrar las válvulas de gas?

Ningún trabajador se decidía a bajar por la hondonada. Fue entonces cuando a Eloy Garza Mascorro se le vino a la mente su madre, su familia, los días en que tenía que alquilarse como cantante y dar serenatas para pagar sus estudios universitarios. Armó un trío llamado Candilejas que tuvo cierto éxito en Monterrey. Era su amuleto para sortear cualquier problema. Así se envalentonó. Fue resbalando por la pendiente y conjurando su miedo se puso a cantar: “Sin ti, no podré vivir jamás, ni pensar que nunca más, estarás junto a mí”. Fue cosa de media hora. Cerró cada una de las válvulas y al final se recostó exhausto en la tierra, susurrando todavía la misma canción.

–¿Y espera que Pemex le reconozca ese acto heroico a su padre, Eloy Garza Mascorro, después de más de treinta años en que pasó ese accidente en Reynosa? ¿De verdad supone que las autoridades tienen memoria? ¿Cree usted que a mí me reconocieron por defender a la nación en contra de las privatizaciones de Salinas?, ¿por mejorar la calidad de tantos trabajadores?, ¿por promover la revolución verde?, ¿por construir miles de cooperativas?

Me despedí de La Quina sin reproches, agradeciendo a Joaquín Contreras Cantú que me gestionara la cita. Sentí un amargo sabor en la boca; supe que era el aliento que deja el olvido cuando éste es injusto y forzado. Años después, don Fidel Velázquez cumplía en su casa su descanso vespertino, pero una tarde de junio de 1997, mientras veía las noticias del Canal 2, se quedó dormido con el mondadientes en los labios. Se lo tragó sin querer al punto de provocarle una peritonitis: murió en el hospital del Estado Mayor Presidencial.

En diciembre de 2007, Joaquín Contreras Cantú se cayó de un caballo en su rancho, él que era un jinete excepcional, y murió a los pocos días. Joaquín Hernández Galicia, La Quina, murió a los 91 años, de causas naturales, en Tampico Tamaulipas.

Mi padre, Eloy Garza Mascorro, murió el 18 de marzo de 2016, sin esperar reconocimiento de nadie. De hecho, ya no esperaba nada y desde hacía muchos años dejó de contar la historia del incendio de la Refinería de Reynosa, en los años setenta, cuando todos los habitantes de la ciudad estuvieron en peligro de muerte.


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