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2068 30 Marzo 2016

 

 

Europa desde el estribo
Joaquín Hurtado

 

Monterrey.- El expreso Hannover-Hamburgo se desliza veloz a través de la campiña salpicada de extensos cultivos y bosques de altos pinos. No alcancé asiento. Todo lleno. En los compartimientos privados las familias desayunan en torno a una mesita risueña, los niños juegan, atareados viajeros se esfuerzan en adelantar las tareas pendientes. La mayoría lee. No los envidio.

La región de Niedersachsen se ha despertado con muchos deseos de pintarse con tonos felices, a trancos verdes, por momentos azules. Borreguitas parecen las nubes bajas, gordas y pesadas, bien alimentadas por el aliento del mar del Norte. Corretea el ganado bovino por el cielo alemán, inocente y ligero. Disfruta del juego un sol filtrado a través de los vellones como diciendo aquí no pasó la guerra, el Holocausto, el hambre. Nada qué lamentar más que infinitos surcos de trigo y molinos de viento.

Las granjas solares despliegan sus paneles de captación de energía lumínica a ras de suelo. Se aprovecha el mínimo destello de luz en la umbría Germania. Dan ganas de prestarle a la ahorrona superpotencia un ratito nuestro solazo, alimentar su insaciable demanda energética en plan autosuficiente. Los hogares rurales y semiurbanos han montado en sus tejados series de planchas para explotar al máximo la fuerza limpia del sol.

No alcancé lugar en este tren y no me importa. Me he acurrucado en el estribo del vagón. El cómodo tren bala partió atestado desde su punto de origen, quizás Frankfurt, Munich... No había experimentado el tercermundismo de viajar aquí en un tren atiborrado. Esto me hace gracia mientras veo pasar por la ventana un país tan organizado. El destino final del bólido es Berlín, la capital, situada en el este.

Una dama de edad madura pasa a mi lado, la sigue su perrito. Mujer y animal se esmeran en no molestar ni ser molestados. En una sociedad con una tasa de natalidad negativa es muy común ver a la gente acompañada de sus canes. Animalitos bien alimentados, perfectamente acicalados e igual de civilizados que sus amos. La dama va y viene. No entiendo la causa de ese continuo recorrido a través de los vagones. Quizás tampoco alcanzó asiento. Habla en voz baja con el perrillo. Éste la sigue sin chistar, atado con una cadena dorada que debe costar una pequeña fortuna.

No distingo la raza del perro. Parece ordinario. El chucho es muy correcto, pasa a mi lado destilando orgullo, incluso arrogancia. Parece decirme: qué pena por ti que no naciste con mis privilegios. El bicho de la guapa dama me provoca pena. No hay nada más humillante que visitar una cultura donde un vulgar perro nos hace sentir pordioseros. Me calan los huesos de las nalgas, voy literalmente arrinconado en los escalones del estribo de la ricachona Unión Europea, inundada de mendicantes sirios.

El ferrocarril marcha suave, silencioso, aerodinámico, a doscientos kilómetros por hora. En la otra puerta viene una chica muy hermosa, lee un libro en ruso, sentada sobre su equipaje. ¿A dónde irá la moza rubia, de ojos azules, tan quitada de la pena? No separa sus ojos del libro. Apenas levanta la cara cada vez que pasa el perrito de la dama elegante. Siempre le sonríe, como quien hace guiños a un bebé rubicundo. Bella dentadura, preciosos labios de muchacha eslava. Ella, como tantos viajeros, hace honor al eslogan que está plasmado en un cartel encima de mí: “Mit guten Büchen reist man niemals allein”. Con la buena lectura uno nunca viaja solo.

Llegan a mis oídos las canciones graves de muchachos que cantan en coro en el vagón-restaurante. Parece que siguen la juerga, vienen aún borrachos de algún festival de música electro, tan populares en Alemania. Quizás van a alguna boda, o son soldados que muy pronto partirán a algún frente en Oriente Medio. Cantan melancólicos, dan palmadas, ríen. Nadie los importuna.

Yo sigo escribiendo frenético en mi libreta de viaje. La dama del perrito se detiene justo a mi lado. Se asoma por la ventana, mira el paisaje que se derrama incansable hacia el oeste. Carga en brazos al perrillo. Lo besa, le habla al oído, le cuenta sus aventuras juveniles, anécdotas entrañables, un amor olvidado. O sólo le explica la historia de un castillo medieval que aparece en lontananza. Levanto la mano y acaricio una patita del perro. Ella me sonríe. El perrillo busca los ojos de su patrona, como escrutando su reacción ante mi osadía. Yo también observo a la mujer. No nos decimos nada. No hace falta. Nos entendemos perfectamente en apenas una fracción de segundo. Ahora la señora posee dos mascotas.

Una pantallita azul en el tablero del vagón nos informa acerca de la ubicación precisa del convoy. Allí se despliegan datos sobre las condiciones climáticas de la próxima estación. Cielo medio nublado. Detalles de la distancia y el tiempo restante para el arribo, y otros avisos comerciales de paquetes de viaje que oferta la DB, la empresa ferroviaria.

El tren pasa sin detenerse a través de ciudades medianas, en los muros de las estaciones y en los vagones abandonados vibran los grafitis. En este país han alcanzado un refinamiento estético en verdad admirable. Los artistas anónimos hacen su labor artística sin esperar ninguna retribución. Las autoridades los dejan hacer.

Lagos, bosquecillos, estanques oscuros invitan a apearse del tren y tirarse a descansar con un buen vino tinto. Despatarrarse al lado de una dama elegante y callada que sólo desea ver pasar la vida en compañía de sus dos perritos.


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