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2070 1 Abril 2016

 

 

Cabezas enmohecidas de San Pedro
Eloy Garza González

 

Monterrey.- Pocas pinacotecas en el mundo tan cautivadoras como el Museo d ́Orsay. Este viejo edificio que por muchos años fue una populosa estación de tren y que ahora alberga la más importante colección de obras impresionistas del mundo, tiene una seducción decimonónica inigualable.

Y entre su amplia colección, La Merienda Campestre (1863) de Manet, es para mí la obra más subyugante; la más sutilmente transgresora. ¿Por qué? No lo sé, pero los dos burgueses bien vestidos que reposan frente a la dama completamente desnuda, encienden un desasosiego misterioso: ¿es la sonrisa lasciva de los personajes que retan al espectador?; ¿es el desdén de los libertinos que se regodean ante nuestro voyerismo?

Manet, el pintor de esta obra maestra, se sumó tarde a la corriente impresionista, pero fue uno de los genios revolucionarios del arte visual moderno. Uno se imagina la cara de aturdimiento de la clase alta parisina al toparse con una mujer desnuda departiendo sobre la hierba, tras un almuerzo (acaso incluso carnal), con los dos artistas de gorra y levita. Se exhibió por primera vez en el Salón de los Rechazados, creado por Napoleón III para esconder las más de tres mil obras que no fueron aceptadas para ser expuestas en el Recinto Oficial.

La Merienda Campestre, con su iluminación difuminada y la piel desnuda de la dama contrastando con la levita formal de los dos hombres, se mantiene aún como obra agresiva para los espíritus convencionales que no toleran el desnudo humano más que en su formato clásico o mitológico y muy atractiva para quienes asumimos cualquier tipo de transgresión artística o moral que, por supuesto, no afecte a terceros, con naturalidad civilizada. 

Pero no veamos esta obra a partir del impacto expresivo que causó durante su inauguración hace más de 150 años a los cientos de espectadores boquiabiertos, sino desde un plano ético, al alcance de nuestras preocupaciones modernas. ¿Sirvió para sacudir las conciencias de aquella época con su explícita declaración “impúdica” de la desnudez femenina en un fondo no mitológico sino ordinario?

La mayoría de los críticos de entonces la acusaron de escandalosa, pero nosotros, desde la perspectiva cómoda que nos da el futuro, podemos considerarla como detonadora de alcances éticos de liberación de atavismos y prejuicios sociales. La Merienda Campestre fue, durante la segunda mitad del siglo XIX, un elemento corrosivo que propició el cambio de los convencionalismos sociales anquilosados ya desde esas épocas.

“El arte y el juego tienen en común la libertad y el desinterés”. La frase de Kant se presta a múltiples interpretaciones filosóficas pero lo innegable es su fuerte carga ética emanada de los terrenos de la estética. El verdadero arte siempre ha gozado de una fama dionisiaca, dispuesta a provocar y poner en entredicho al gusto imperante y al juicio estandarizado. La estética como subversión de la ética. Impresionismo, cubismo, fauvismo, desmienten lo bello per se, inspirado en la moral, para celebrar el placer de los sentidos. El cuadro de Manet es un golpe de Estado a la moral establecida.

Hasta la fecha, la intención de todo artista de vanguardia consiste en derrumbar los ídolos con pies de barro de la moral canalla; estallar las pautas de convivencia almidonada; contaminar el aire puro de lo bello para imponer la fuerza de lo expresivo. El objeto artístico de vanguardia ensancha el horizonte de lo ético y desarticula el frágil prestigio de la hipocresía que somete a las almas piadosas de cualquier sociedad cerrada, como la que padecemos aún en Nuevo León.

Claro está, la pintura, la poesía, la escultura, no cumplen el propósito de ser útiles socialmente; tienen una finalidad en sí misma que les basta y sobra para justificar su condición artística. Pero pueden servirnos, además, para pulverizar los últimos bastiones de la vieja moral que sigue alojada en muchas cabezas de San Pedro, tan antiguas y santiguadas a pesar de vivir en pleno siglo XXI y tan dispuestas a echar mano de la censura para imponer sus criterios enmohecidos al resto de los mortales.


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