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2088 27 Abril 2016

 

 

Álvaro Uribe: la venganza del hijo del terrateniente, I
Eloy Garza González

 

Monterrey.- Un solo día en la vida de una persona puede cambiar la dirección esperable de su futuro y marcarlo para siempre. Cuando al ex presidente de Colombia, Álvaro Uribe Vélez le preguntan qué epitafio quiere para su tumba no duda en responder: “nunca se rajó”.

Esa impresión de hombre entrón, que no se acobarda y que durante su mandato presidencial (de 2002 a 2010) intentó no sólo mantener a raya a las FARC sino desaparecerlas de la faz de la tierra, tiene su explicación psicológica. Su gobierno consistió en cumplir la obsesión casi enfermiza de aniquilar a la insurgencia colombiana. Pero toda acción humana tiene una causa y una razón. 

El incidente ocurrió el 14 de junio de 1983. El aún joven Álvaro Uribe (tenía 30 años) acababa de ser obligado a renunciar a la alcaldía de Medellín, por supuestos nexos con el narcotráfico. Esas sospechas han manchado su expediente público, pero no le han restado popularidad, aunque no se haga el simpático, no sepa bailar ni cantar ni contar chistes. Pero dicen que es hombre de una sola cara. Que es frontal en los pleitos y no tira la piedra y esconde la mano. Dicen también que lo domina la ansiedad y unos frecuentes ataques de impulsividad. A partir del grave incidente de junio de 1983, se volvió concejal, senador, gobernador de Antioquia y presidente, que no teme al ejercicio de autoridad (la suya propia) y no cree en las artes de la negociación ni en el apaciguamiento, porque, a su modo de ver, esto nada más fortalece a los grupos violentos. Lo suyo es la guerra sin cuartel. Y contempla al insurgente colombiano sólo como cadáver. Eso, en un país que en dos siglos de vida republicana, solo ha gozado de un oasis de 47 años de relativa paz.

El incidente que cambió la vida del ex Presidente Uribe fue tan repentino, que aún los sobrevivientes no entienden cuál fue el breaking point, el punto de quiebra en la eterna buena estrella de la familia Uribe que se apagó en cuestión de minutos. Ocurrió a eso de las 18 horas. El padre de Álvaro Uribe llegó a su finca Guacharacas, al nordeste de Antioquia, en las riberas del río Nus, para supervisar los cultivos y sus cuadrillas de caballos pura sangre, como solía hacerlo dos o tres veces al mes. Y sobre todo para organizar fiestas que duraban diez días y en las que don Alberto rasgaba su guitarra y entonaba baladas colombianas. Alberto Uribe Sierra descendió de su helicóptero Huhues 500, piloteado por el capitán Bernardo Riveros, junto con sus hijos María Isabel, de 24 años y Santiago, de 27.

De pronto el sol tropical se tornó sombrío. Aparecieron entre la selva una docena de guerrilleros de las FARC. Su intención era secuestrar al papá de Uribe: una buena presa para pedir rescate. Pero el ganadero cincuentón, buen jinete, rejoneador, dueño en Antioquia de 15 fincas y se rumoraba que de más de 40 con prestanombres (un verdadero tierrero como dicen allá, o terrateniente como decimos acá), dicharachero y amante de las mujeres, se negó a ser rehén de nadie. “Antes muerto que secuestrado”, alardeaba delante de sus amigos y de sus cinco hijos. Odiaba cualquier indicio de capitulación. Se atrincheró en la enorme cocina de la hacienda, gritando “yo no me entrego”. Sacó su pistola Walther de su cinturón y comenzó a disparar a los agresores. En su finca se sentía seguro, acaso invulnerable. Era buen tirador. Logró dar a varios blancos. Los celebró con frenesí diabólico. Semanas antes, las FARC habían matado en otra de sus haciendas, La San Cipriano, al mayordomo y a su ayudante. Era el colmo de la afrenta para él.

Santiago, hermano de Álvaro, fue herido gravemente en un pulmón. Huyó nadando por el río. Un campesino lo auxilió, trasladándolo poco antes de que se desangrara, al hospital de Yolombó. Otra hermana, María Isabel, alcanzó a esconderla una maestra de la finca en el segundo nivel de la casa. Se metieron en el ropero un par de horas. Un acto heroico porque los guerrilleros venían nerviosos y en tal efervescencia emocional, era fácil cometer excesos, como sucedió. ¿En la hacienda había paramilitares? Si eso es verdad, no estaban en el momento del asalto. Todo sucedió muy rápido, como una película frenética.

El padre de Álvaro Uribe cayó fulminado, con dos disparos: uno en la garganta y otro en el pecho. Los guerrilleros destruyeron con dinamita el Huhues 500. Horas después, aparecieron las fuerzas armadas. En un vehículo militar se llevaron a salvo a María Isabel y al capitán Rivera. Según las malas lenguas, Pablo Escobar, el célebre narcotraficante, puso a disposición de Santiago otro helicóptero que, finalmente, no se usó: el herido fue trasladado a Medellín en las peores condiciones físicas, en una ambulancia de la Cruz Roja, a 105 kilómetros de la finca.

Acaso a esas mismas horas se fue gestando en la cabeza del futuro Presidente Uribe, el programa contra los grupos terroristas denominado “política de seguridad democrática” y perfiló la alianza secreta que sostuvo a lo largo de su gestión presidencial con los llamados grupos paramilitares, los escuadrones de la muerte que desde Vietnam se les conoce como Ojos Rojos y que hicieron el trabajo sucio de limpiar a Colombia de las FARC, para no desprestigiar a las Fuerzas Armadas en operaciones de contrainsurgencia.

Según Uribe, durante su mandato el Estado recuperó el monopolio de la violencia legítima, en contra de los grupos armados más criminales, más terroristas del mundo, que metieron a su padre dos balazos en la frente y en el pecho. La tesis contra las FARC es discutible, pero lo cierto es que a Uribe no le bastaron sus dos mandatos presidenciales, que abarcaron del año 2002 al 2010, para acabar con sus enemigos.

Aunque nunca se rajó, le faltó tiempo para cumplir la venganza del hijo del terrateniente. No sabremos exactamente cuánto le hubiera sido suficiente.


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