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2179 1 Septiembre 2016

 

 

Las soledades de mi padre
Eloy Garza González

 

Monterrey.- En la última etapa de su vida, mi padre sufrió los estragos de la soledad. No es que careciera de vínculos afectivos: mi madre nunca lo desamparó. Pero la falta de estímulos externos constantes le alteraron su sistema neurológico y, por ende, su memoria y capacidad cognitiva. Vivió así por voluntad propia. Una especie de soltero sin serlo: mi madre lo acompañó de buena gana en su soledad o deliberado desapego.

Los psiquiatras suelen hablar de neuropatologías propias de la edad avanzada. Pero en realidad, mi padre no era un hombre viejo: no llegó a sus ochenta años. Otro amigo suyo, menor que él, murió con menos de setenta años. Su soledad era de diferente calibre. Era un soltero que no supo resolver los sinsabores de su aislamiento social. Se inventó una relación sentimental ante sus familiares y conocidos, para que no le reprendieran su “corazón seco” o su egoísmo irremediable de “inválido afectivo”.

En nuestro entorno, la soltería es un estatus transitorio, aunque dure toda una vida. Lo normal en los círculos sociales es tener una familia o una pareja, como la que alardeó por décadas mi padre. Por eso, la queja de muchos solteros no son las inconveniencias prácticas de su soledad sino su dificultad para conseguir pareja estable. El conflicto no es por lo que se vive sino por lo que se quiere vivir. Hasta que con el paso de la edad se cae en un letargo de resignación del que algunos (muy pocos) carecemos.

Para consuelo de los solteros por voluntad propia, el matrimonio o el emparejamiento comienza a parecer una barca en mitad de una tormenta. La fragilidad de las parejas es mayor ahora que hace décadas. El divorcio es una decisión cada vez más recurrente: no hay remordimiento ni arrepentimiento.

Las rupturas y las separaciones son más frecuentes. Con una situación distinta en el actual medio urbano: contra la tradición en la que se educó mi padre, son las mujeres arriba de cincuenta a sesenta años las que ahora deciden dejar a sus maridos y emprender una vida sin pareja. Antes las frenaba el estatus social y la comodidad financiera que les daba su marido. Ahora se trazan un plan de vida autónomo e individual. Esta tendencia no es mejor o peor que la anterior: simplemente es.

Esta nueva modalidad de soltería post matrimonial la hubiera sancionado mi padre, tan entregado a la tradición machista de roles sexuales distinguibles y del principio moral de estar juntos hasta que la muerte los separe. Mi padre no hubiera entendido que la idealización de la pareja puede llevar al desencanto del matrimonio o de la vida en común.

La mujer ya no tiene por qué vivir sus relaciones sentimentales como martirio o al menos como apostolado en un amor mal correspondido o de autoengaño de sentirse protegidas por el varón. Ellas creen más bien en la máxima: "más vale solas que mal acompañadas". Y es que contra el sistema de creencias de mi padre, la soledad, sobre todo de algunas mujeres emancipadas, no es siempre sinónimo de malestar. A veces es incluso una liberación.


 

 

15diario.com