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2182 6 Septiembre 2016

 



Una mujer en subasta
Eloy Garza González

 

Monterrey.- Volvió a ver a su expareja en una subasta de arte japonés. Fue un dejavú: la misma actitud de indefensión, el ceño fruncido de quien se sabe prematuramente vencido por la vida. “Y tú vanidosa por ser la misma a tus treinta que a tus cuarenta años”, le digo a mi amiga para enardecer su ego, aunque omití su rinoplastía, su lipoescultura y otros atajos para volver a la juventud perdida.

Tomamos bellinis en mi bar de San Pedro mi amiga y yo: el coctel de moda para ella.

Me cuenta que se sentó en la misma fila de sillas, donde él estaba, de traje negro, usual en él, elegante y hipster, muy cerca del subastador con el mazo a un lado. Le sonrió seductora para evocar los días y las noches que vivieron juntos. Y ambos entendieron que la suerte aparecía disfrazada de retorno. Y que el amor es el único muerto que puede resucitar a la vuelta de los años. Ella despistó su respiración acezante, sus latidos entrecortados, su transpiración imprevista.

Entre sorbos de bellini, mi amiga me confió que ella lo había extrañado una década entera, incapaz de extinguir sus nostalgias eróticas y sus recuerdos tiernos. Lo último que supo de él es que se había mudado a Tokio; se matriculó en la academia de bellas artes de Todai, en el parque Ueno. Estudió sin vocación el arte del sumi-e, como las diez pinturas de tinta diluida que se subastaban esa tarde del reencuentro. Tras una puja de pocos minutos, un desconocido se quedó con tres de las acuarelas de tinta negra, que se expandían en cincuenta tonalidades de gris. Las tres obras llegaron al regazo de mi amiga, que le sonrió a su expareja. Pero no era regalo suyo, sino de un viejo, de blazer marrón, sentado al lado de ella.

El viejo del blazer marrón era un marchante italiano que le explicó en un par de minutos cómo en el sumi-e se usaban pinceles de bambú, verdaderos objets d’art sobre papel vegetal washi, el más delicado del mundo, “como tú, hermosa”. La expareja de mi amiga percibió el asalto del desconocido y replicó con un martini, enviado por el mesero a mi amiga.

“Las casas de subasta de arte son como casinos de Las Vegas”, digo a mi amiga alzando mi copa de bellini, en mi bar. Ella continúa sin escucharme: “el maldito viejo italiano pareció disgustarse. Lanzó una sonrisa envenenada a mi expareja”. Pujaban por una obra japonesa de técnica nihonga, y el viejo la ganó con una cifra desproporcionada. “En pocos minutos ya venía a mi silla, con un moño de regalo, una acuarela sobre seda de un atardecer nipón”. La expareja de mi amiga se levantó de su lugar y se acercó a ella con los brazos abiertos. Mi amiga recordó la fragancia que la enamoró varios años. No podía sustraerse de su encanto.

El viejo italiano no se dio por vencido. Cuando la subasta apenas terminaba gritó para que voltearan a verlo todos los pujadores: “Bellini per tutti…”. Un maître preparó el clásico coctel rosáceo en honor de mi amiga, que se movía en su silla como pavorreal. Ahora entendía el gusto de ella por el bellini. “Ojalá te dieras cuenta de lo que pasaba”, le digo a mi amiga: “te estaban subastando como vil objeto entre dos pujadores rivales”. Mi amiga se ofende: “como una obra de arte, imbécil”, remató.

“Questo vorrei prenderlo a casa per guardarmelo bene” dijo en voz alta el viejo italiano, mientras sujetaba del talle a mi amiga para después traducirlo de inmediato al español: “a esta me gustaría llevármela a casa para verla mejor”. La expareja rechazó con el ceño fruncido el bellini que le daban. Se acercó con mi amiga y le rogó decidido que se fueran juntos de ahí. Entonces comprendí el embrujo del amor, que como bambú se mece delicadamente ante la lluvia y el viento; el amor que no conoce distancias ni tiempos prolongados y que queda como mancha indeleble de tinta sobre papel washi.

Me refiero, por supesto, al amor al dinero, porque mi amiga empujó lejos a su expareja, se apretujó con el viejo italiano y se fue al día siguiente a viajar tres meses y medio con él a la Riviera Francesa, antes de volver a San Pedro y visitarme en mi bar.

Las obras de arte japonés las perdió una noche de juerga en Saint Tropez.

 

 

15diario.com