Suscribete

 
2246 5 Diciembre 2016

 



Castañeda y el infame “¿valió la pena?”
Ernesto Hernández Norzagaray

 

Mazatlán.- Jorge Castañeda apareció esta semana en las redes sociales con camisa negra y una expresión extrañamente compungida. Parecía que se le había muerto alguien muy cercano y eso lo tenía triste. Acababa de morir Fidel Castro y salía a la palestra pública para hacer un balance breve de la revolución cubana.

Y, luego, sin más, preguntó al aire, si habían valido la pena sesenta años de revolución, para después terminar llamando al debate sobre los saldos y afirmar categórico que este debate lamentablemente no se celebraría en Cuba sino fuera, porque en la isla, “no hay una radio, ni televisión libre”.

Obviamente, la pregunta no es académica, sino política, y eso sabemos por un artículo suyo publicado el pasado lunes (“AMLO y Fidel: gigantes”) donde deja claro que para él ya está dicho todo, incluido lo del propio AMLO.

El planteamiento del balance suena sugerente, incluso ya está en los medios de comunicación, algunas veces con rigor, las más emocionales; sin embargo, en ese debate no puede ser ajeno el principal protagonista, que es el pueblo cubano. Lo que digamos los de fuera, será una visión no necesariamente objetiva y seguro permeada por el contrapunto que provoca la ausencia, el personaje y la misma palabra revolución.

Ya sabemos que están los defensores a ultranza, como también los críticos igualmente a ultranza, de  todo lo que representa Fidel Castro. Entonces, cualquier balance político pasara este filtro y habrá tantas interpretaciones como opiniones se pronuncien sobre el asunto a que se convoca (ya en la FIL Guadalajara pronunciaron).

Yo quisiera poner sobre la mesa la pregunta: ¿podría haber sido la cubana una revolución liberal democrática? Me temo que no. No tanto por los integrantes del Movimiento 26 de Julio, que era un grupo más bien pequeño de revolucionarios –nada que ver con las FARC, que tiene 14 mil efectivos en varios frentes regionales–, con un propósito común, que era derrocar a Fulgencio Batista y luego instalar un gobierno de corte nacionalista, que atendiera los principales problemas de la isla (léase la defensa que hace Fidel luego del asalto al cuartel Moncada, donde ya detenido y desde un juzgado afirma: “no temo la furia del tirano miserable que arrancó la vida de 70 hermanos míos. Condenadme, no importa. La historia me absolverá”, y en ese alegato se puede ver inmediatamente que era un programa nacional reformista).

No un nacionalismo de parapeto, sino un nacionalismo revolucionario, que en esos años proliferaban en América latina. Ahí están como recuerdo, pero también como inspiración, los casos emblemáticos y los gestos políticos de los generales Cárdenas, Velazco y Perón, en México, Perú y Argentina, respectivamente. Y eso en el marco de la Guerra Fría, la bipolaridad y el macartismo era intolerable.

Entonces, para el gobierno estadounidense resultaba urgente frenar todos estos intentos soberanistas bajo la acusación de que eran una avanzada del comunismo soviético en la región, como ocurrió en Guatemala con el derrocamiento de Jacobo Arbenz, en junio de 1954.

Lejos estaba de ello el M-26 de Julio, como distante del PCC estalinista de Blas Roca, que estaba más cerca de Batista que de los “aventureros pequeño burgueses” de Sierra Maestra.  Una posición que todavía sostuvieron los comunistas hasta antes del triunfo de la revolución, cuando arreciaban los ataques estadounidenses directamente o a través del exilio cubano instalado en Miami.

Hay que recordar que el único comunista en el M-26 de julio era Raúl Castro, quien era miembro de la Juventud Comunista; el resto, repito, incluido Fidel, eran nacionalistas contrarios a la dictadura de Batista. Es más, Fidel en ese entonces era militante del Partido Ortodoxo, una organización que se había creado en 1947 y tenía una ideología antiimperialista y sobre todo anticorrupción, de manera que sus lemas eran: “Vergüenza contra dinero” y “Prometemos no robar”.

 

Dwight Eisenhower y luego Kennedy, pudieron haber abierto una puerta de comunicación con el sector nacionalista moderado, pero no lo hicieron. Se fueron con todo contra ellos. Promovió a través de la CIA la invasión de Bahía de Cochinos y varios intentos de asesinato del líder de la revolución.
Esto puso en una encrucijada a los revolucionarios y no había más que de dos: someterse a lo que evidentemente era inadmisible, o plegarse a los designios de la Unión Soviética, que en esos años la dirigía Nikita Kruschev, luego de la muerte de José Stalin en el invierno de 1953.

Optaron, no sin una fuerte oposición interna, como lo narran los protagonistas Carlo Franqui, en su libro Retrato de Fidel en familia y Guillermo Cabrera Infante, en Vidas para leerlas. Pero la decisión estaba tomada. Y como siempre sucede en estas historias revolucionarias, vino el dilema que sintetiza la máxima: “Todo con la revolución, nada fuera de la revolución”, que marcaría la historia de rupturas, exilios, traiciones y conversiones cubanas.

Entonces, esto nos devuelve a la pregunta planteada por Castañeda: valió la pena la revolución; y para su respuesta resulta necesario dialectizarla en la otra dimensión y con otra pregunta: ¿realmente le valió la pena a los gobiernos estadounidenses el bloqueo que existe hasta el día de hoy? Son las dos caras de una misma moneda. Y cada una tiene su propia respuesta, pero una no se explica sin la otra. Cuba ha vivido en medio de asechanzas y ha logrado sobrevivir incluso a invasiones promovidas desde Estados Unidos.
Esto no hubiera ocurrido de no haber tenido el liderazgo de Fidel Castro, un partido unificado y la voluntad del pueblo cubano.

Hoy, con toda la crítica, sea justa o injusta, o ridícula porque hay quienes quieren hablar por los cubanos, es el más digno de Latinoamérica. Una cubana radicada en Mazatlán y crítica de la situación de su país, un día dijo a la sombra de un ficus: “Hay una cosa que tenemos que reconocer a Fidel: nos hizo un pueblo con mucha dignidad”.

En esa expresión se sintetiza todos los logros y es mucho, sea para sostener el espíritu crítico dentro y fuera de su país. En cambio, de Kennedy para acá, los Estados Unidos hicieron lo imposible por acabar con la revolución, incluso con el trato suave de Obama. No lo lograron. La cubana es, junto con la revolución vietnamita, la mayor derrota que haya recibido el poderío económico y militar estadounidense. Y eso es imperdonable. No se diga por la incapacidad de hacer negocios durante casi seis décadas en la isla más grande de las Antillas mayores.

La respuesta a la pregunta de Castañeda, entonces, no puede ser parcial y explicar en clave exclusivamente cubana, sin considerar un entorno adverso, que tiene una gran responsabilidad histórica en los rasgos negativos, que sin duda tuvo y tiene la revolución cubana pero, además, cualquier balance no puede obviar sus logros indiscutibles que reconocen organismos internacionales.

En definitiva, los pasos que dio Obama buscando reestablecer puentes con La Habana fue el mayor esfuerzo de compensar las culpas históricas estadounidenses y ahora un cambio en la política externa estadounidense hacia la isla, sería el regreso a las peores épocas de las relaciones cubano-estadounidenses; y será el pueblo cubano quien nuevamente saque adelante su carácter y temple para enfrentar a sus enemigos.

Lo que es claro es que fobias como las de Castañeda nos acercan a la ideología del determinismo, expresado en la tríada revolución-dictadura-sometimiento, y nos alejan de la comprensión quizá del suceso histórico más significativo de América Latina del siglo XX.

Vamos, para eso no era necesario vestirse de negro, ni haber arrugado la cara en su llamado.

 

 

15diario.com