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2313 8 Marzo 2017

 

 

El hijo que dominaba a la senadora
Eloy Garza González

 

Monterrey.- Te apremia a verte una senadora y uno no puede menos que acudir a la cita, urdiendo conjeturas sobre el asunto de interés nacional que tratará contigo. Pero yo no me presto a engaños: el gran académico James M. Buchanan, decía que los políticos buscan su interés personal, antes que cualquier bienestar colectivo. Por esa idea, que explicaría mejor una señora de rancho, y que Buchanan bautizó como “Public Choice”, le otorgaron el Premio Nobel en 1986.

Pero cuando la vi en su departamento de la ciudad de México, elegantemente relajada, desarmé en un santiamén las tesis extremistas de Buchanan y restauré mi fe romántica en los servidores públicos que con lealtad llevan adelante los deseos legítimos del pueblo. “Necesito que me saques de un apuro”, me confió con esa voz de amazona urbana que cimbra la tribuna de la Cámara.

“Mi hijo me pidió los muñecos de Calvin Klein y no los encuentro en ninguna tienda de Polanco, Perisur o Santa Fe”. Puse cara de terapeuta profesional: “Dirás Calvin y Hobbes” y al instante sentí el fantasma del viejo Buchanan propinando un golpe bajo en mi entrepierna, con su medallita metálica de la Academia Sueca. “Public Choice”, susurré como un mantra, mientras formulaba alguna respuesta para salir airoso del transe, tipo: “¿Ya le pediste a Ildefonso Guajardo que te los trajera de Houston en valija diplomática?” Pero sólo le pedí que me llevara con su hijo.

Adiviné que entraba al cuarto del menor, no por los cómics (primera edición) desperdigados en el suelo, ni por las figuras manga dibujadas en la pared, sino por los cuernos imaginarios, la larga cola invisible y el fuerte olor a azufre que destilaba el angelito tirado en un sillón, con un iPad en las manos. “¿No te da pena mortificar a personas menos inteligentes que tú?”, le pregunté.

Cuando su madre salió a preparar la cena, le aclaré que a mí no me engañaba, con el mismo acento paternal con que James M. Buchanan desenmascaraba las verdaderas intenciones de los políticos populistas. Y este niño, a no dudarlo, llevaba el “Public Choice” en su ADN y circulando por sus venas.

Mi amiga no hallará nunca los muñecos de “Calvin y Hobbes” por la simple razón de que nunca se han fabricado. Tanto su hijo como yo sabíamos que William Watterson, el caricaturista autor de esa popular tira cómica, es un misántropo, desprecia la farándula y ha prohibido cualquier tipo de reproducción de sus personajes originales: Calvin, Hobbes, Susie, Moe, Carcoma y Rosalyn, en formato de juguete, muñeco, película animada o cualquier otro producto de merchandising. Este rechazo a la publicidad ha privado a su bolsillo de cientos de millones de dólares. Su idealismo le inspiró a abandonar la tira cómica en 1995 y desde entonces no ha vuelto a tomar el lápiz para dibujar el mínimo boceto: un Juan Rulfo de la caricatura.

Cuando la madre del pequeño Calvin nos sentó a la mesa, saldé el conflicto vástago-progenitora con una decisión salomónica: “Tu hijo se resigna a no tener muñecos de Calvin y Hobbes, y yo lo llevaré a conocer al autor de esa tira cómica, Bill Watterson, la próxima vez que dicte una conferencia en México”. El niño me secundó, pero en un par de minutos me mandó un mensaje por WhatsApp: “Watterson nunca ha dado ninguna conferencia, odia las entrevistas y evita cualquier contacto físico con los seres humanos”.

Bajo la superficie, el hijo de mi amiga manda en su casa, y sus gobernados – o sea, su mamá– sostienen al pequeño mandatario, seguros de que cumpliendo sus caprichos, disfrazados de mandatos, le dejará mejores condiciones personales. Por eso James M- Buchanan decía que su “Public Choice” transfería la teoría económica del actor racional al campo de la política.

Me despedí de mi pequeño cómplice con un guiño de ojo y a su madre la colmé de elogios por su afán de lograr el bien común para el sufrido pueblo de México. Y juntando el resto de mi menguada hipocresía, le dije con mi último hálito de voz: “De mayor, tu hijo te ganará como legislador”. Juro que a mi amiga se le llenaron los ojos de lágrimas.

 

 

 

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