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19 octubre 2010
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Objeciones a un pensamiento buena onda, II
Cordelia Rizzo

La creatividad discursiva
Un pensamiento agudo y sabio nos dice que sin importar el buen nombre de una persona, lo que dice puede ser cierto inclusive sin tomar en cuenta la intención del mensaje. La ironía es el recurso literario y existencial por excelencia que revela esto. Los bufones, sirvientes, monstruos y sepultureros de los dramas de Shakespeare fueron poseedores de la verdad subyaciente a las calamidades absurdas de los ricos y nobles.  El dramaturgo ha sido un maestro de la narración de este tipo de acontecimientos culturales. Basta con recordar a los sepultureros de Hamlet que se mofan de los dramas reales y al bufón que acompaña al Rey Lear durante su exilio para hacerlo reflexionar sobre la vanidad y soberbia que lo hicieron foco de la traición de su gente más cercana.

Lo que hizo Shakespeare fue captar la vida y decirnos, sobre todo si estamos a merced de la fuerza superior del destino (sentimiento que puede asociarse con el clima social y cultural regiomontano del momento), que el mensaje es más complejo de lo que conscientemente elabora su emisor.  Revela más de lo que pretende y cobra vida propia una vez que se difunde.

Los pensadores buena onda, quieren tener control total sobre lo que dicen, y desestiman este juego que se da entre el mensaje y el receptor y su poder de incidir en el discurso.  Reducen los momentos creativos a meros intermedios dentro de la ‘verdadera’ y magna lucha entre el bien y el mal. La lección de Shakespeare sobre el carácter de la interacción entre opuestos debía ya habernos preparado para una crítica desde la complejidad de la interactividad discursiva y salvarnos de este tipo de polarizaciones.  

La realidad es que las discusiones brotan, y no surgen siempre enmarcadas en la cordialidad de una sesión de retroalimentación empresarial, en donde se discuten las deficiencias en términos de áreas de oportunidad, donde las críticas terminan siendo halagos. El lenguaje de la confrontación no dejará de ser agresivo en menor o mayor grado, ni de decirle al interlocutor que está mal en algo, en mucho o en la propia esencia de su postura. Pero no tendríamos por qué sentirnos tan vulnerados si comprendemos que el conflicto y la oposición surgen en los bares, en la soledad de las salas de lectura, en los días laborales y en todo tipo de espacios de los cuales convendría aceptar e integrar su informalidad.  Finalmente el objetivo es generar textos que tengan que ver ampliamente con la vida de las personas y sobre todo sus contextos.

El propósito de una retórica agresiva no es el agredir, sino el de provocar reflexiones, entendiendo que la respuesta puede venir de muchas formas. La provocación se contrapone a la calma de lo conocido, y es precisamente la chispa necesaria que inicia un proceso mental. Es casi un principio de generación de pensamiento: cuando el mensaje se acomoda, no genera reacción, pero cuando se opone inicia un flujo de ideas. El texto que silencia al interlocutor con su buena onda, más bien pontifica sin mucho porvenir discursivo. Volvemos a las lecciones del pasado: estamos en un entorno de crítica cultural que ya conoció y valoró positivamente a Nietzche, ¿o no?

Es urgente la maduración de los críticos y sus críticos. El móvil para entender a la conflictualidad de forma distinta y no descartarla como si fuera la manifestación primigenia del mal es precisamente el afán de subir el nivel de la discusión.  Bernard Williams en sus tesis sobre los límites de la filosofía moral nos invita a examinar los mecanismos de la conflictualidad para entender que la pugna es natural y que se gana más al explorar el conflicto en la reflexión que seguir embebidos en la impaciencia de su resolución, pues el conflicto puede ser esencial para que exista movimiento vital en un contexto.  En esta búsqueda se encuentra la posibilidad de una valoración de la realidad robusta y apegada a la vida y de una crítica social válida y vigente.

Las sentencias de la crítica social últimamente son como designios superiores que nos dicen quiénes son los malos y quiénes son los buenos, en ocasiones con gran astucia y adaptabilidad al cambio de las circunstancias. La transgresión a estos dogmas disfrazados se ha vuelto como una falta grave, cuando realmente se tendría que fluir en el campo de la crítica sin ese tipo de limitaciones, por lo cual tendríamos una mayor variedad de posturas que formaran nuestro pensamiento en  Monterrey.  Generalmente los más consumados y diestros escritores se liberan y por ello los pensadores jóvenes parecen damas victorianas comparados con los otros.

Es esto precisamente lo que me atañe dentro de esta crítica que hago: lograr la expresión de un pensamiento que se vuelva indispensable y vincule a la persona con la complejidad de su vida.  La vida es la eterna novedad y el pensamiento tiene que intentar estar a la par con ésta. Gilles Deleuze decía que cuando surgen ideas y mundos radicalmente nuevos, se manifiestan en un lenguaje deficiente, como un tartamudeo, posible razón para cancelar discusiones, para intimidar al pensamiento no nacido con la constancia de las petrificaciones discursivas anteriores.

La novedad necesita ser protegida. En la discusión se producen estos tartamudeos que deberían aprovecharse para que trabajados se vuelvan pensamientos y tentativas de acción que superen a los anteriores. Cuando se silencia (que es diferente a refutar) al oponente se endurece el discurso y es en esos momentos en los que hay que acordarse de los pensamientos totalizadores y del riesgo que tienen para una sociedad. Así que no debe ser mucho pedir que los críticos escuchen sesudamente a las voces que los contrarían. 

Apelar a un decoro antiguo como lo hacen los buenaondistas, ciega ante las críticas que duelen, y que podrían revelarnos como merolicos sin un quehacer real. Obstruyen las instigaciones para producir pensamiento y acciones nuevas por juzgar prematuramente su fuerza generadora demasiado incipiente y casi por añadidura tomar como suyos los postulados del neoestablishment de la crítica. Son, por ende, tanto el manejo de la vaguedad y el error como el de la crítica que cala, indispensables para un crecimiento de la crítica social y cultural.

 

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