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19 octubre 2010
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¿Quién debe ser?
Samuel Schmidt

Hay un debate interesante aunque poco sustancial sobre quiénes deben ser los nuevos consejeros del Instituto Federal electoral (IFE), ahora que se tienen que nombrar tres nuevos consejeros. Sobra decir que en la ronda pasada el escándalo dominó, porque resulta que se aplicó un examen y como los escogidos por los partidos políticos no quedaron en los lugares prioritarios para ser considerados, se descartó el reglamento de selección para que quedarán aquellos que habían sido escogidos por las burocracias partidistas.

Esta vez fueron más discretos y simplemente dijeron que tienen una lista de 136 candidatos que van a entrevistar. Vaya usted a saber cómo llegó a decantar este número de pre escogidos y marionetas que los acompañan.
Hay los que piensan que la posición debe ser de los politólogos, pensando que como éstos piensan en la democracia eventualmente podrán protegerla. La verdad es que hasta la fecha la conseja no se ha cumplido; los que estudian a la democracia no son demócratas por definición, más bien pueden ser todo lo contrario, y el hecho de estudiar un sistema de gobierno no quiere decir que tengan la preparación para manejar las instituciones que garantizan la viabilidad del mismo. Si este criterio fuera cierto, los jefes de estado serían básicamente egresados de esta profesión, pero por fortuna no es así. Pero valga la pena aplaudir que el gremio piense como cofradía y piense que puede revivir las formas de actuar del feudalismo. Aclaremos que muchos políticos se sentirían muy cómodos funcionando como señores feudales.

Hay los que piensan que la posición la deben ocupar aquellos que han ocupado posiciones similares anteriormente aunque en otras instancias, por ejemplo en algún instituto electoral de un estado; seguramente pensarán que los errores que podían cometer ya los cometieron y no los volverán a cometer. Esto es un error especialmente si consideramos que el hombre –y la mujer- es el único animal que se tropieza dos veces con la misma piedra. Sin duda podemos sostener que si cuando fueron puestos a prueba fallaron no hay razón alguna para darles otra oportunidad. Como que va siendo hora de descartar el argumento mexicano de que echando a perder se aprende. Bastante han echado a perder los políticos mexicanos de todos los niveles como para que les demos la oportunidad de seguir haciéndolo.

Hay quien se inclina por aceptar a alguien que tuvo un puesto político en alguna de las burocracias. Aquí parece que continúa el intento de colocar seguidores leales que se encarguen de luchar por la protección de intereses facciosos. Visto desde la perspectiva societaria esta es una de las posturas menos defendibles, porque si fueron empleados políticos de un partido político nadie en su sano juicio aceptará que se purificaron y desprendieron de aquellas lealtades y sumisiones políticas para volverse ciudadanos que defenderán los intereses de todos, especialmente cuando la defensa va en contra de los partidos políticos para los que trabajaron y que se encargaron de colocarlos en la nueva responsabilidad. Si estuvieron un tiempo sin mamar de la ubre del presupuesto público, con mayor razón se verán comprometidos a lamer la mano que les dio de comer.

En el argot político mexicano se sostiene que el IFE es un organismo ciudadano, pero la verdad es que esto nunca ha sido así. Desde su inicio al presidente lo puso el presidente de la república y el sistema se ha ido depurando para que las posiciones las negocien los partidos políticos. Frente a esta farsa, se ha generalizado la noción de que el tiempo del IFE ha pasado, aunque de bien a bien, no queda claro si su tiempo llegó toda vez que la sociedad fue engañada y traicionada. Véase el escándalo del 2006, donde se desprendió la sospecha de un nuevo fraude electoral solapado por el mismo IFE que debía salvaguardar los intereses de la sociedad.

Las historias de abusos de funcionarios pagados mejor que en el primer mundo –uno rentó un helicóptero para poder ver el conflicto de Chiapas-, el dispendio por meterse en proyectos que no llevan hacia el avance democrático –el voto de los mexicanos en el exterior-, y el gigantismo burocrático que es totalmente inaceptable en un país cuya pobreza aumenta en lugar de retroceder; hacen ver que sería muy sensato desaparecer ese monstruo y reemplazarlo por un mecanismo que vigile el voto, por ejemplo con jubilados.

El costo de avance de la democracia ha sido monumental y al parecer cada día seguimos más alejados de la misma. Si el camino andado no nos lleva a la meta hay que buscar otra. Como bien dicen, no hay que temer al cambio, en este caso, hasta nos permitirá ahorrar en dinero y vergüenzas.

 

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