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CUENTO PARA UN PERRO
J. R. M. Ávila

Ahí estaba yo, arrinconado por un perro amenazador con los dientes al aire, advirtiéndome de un ataque sin miramientos, sin misericordia. No podía hablar ni gritar, no podía moverme ni mucho menos correr, no podía mostrar una señal de miedo y desbordaba pavor. No quería enfurecerlo más. Si gritaba nadie me escucharía, si me movía o temblaba seguro terminaría atravesado a dentelladas. La dirección que me habían escrito en aquel trozo de papel estaba a dos escasas cuadras pero el animal no me dejaba una rendija siquiera por dónde escapar.

Son de no creerse las cosas que intenté. Primero recé el padrenuestro que se me olvidó a medio camino y el maldito perro se puso a gruñir al notar que no continuaba. Lo hacía con una fiereza que jamás había visto en algún animal. Y como supuse que el rezo lo tranquilizaba y en vista de que estaba en un rincón del olvido, intenté el avemaría que pareció dar resultado, pero tampoco encontré algunas palabras a mitad de rezo y no iba a encajar palabras que no iban, así que mientras buscaba en la memoria la parte que seguía casi se me echa encima.

Quedarme callado era un atentado en contra de mí, por eso pensé que tal vez un silbido podía ayudar, un silbido largo, sostenido, que lo tranquilizara. Sí, eso era, no había más que intentar un silbido que lo volviera a la cordura y terminaría salvada la situación y salvado yo. Pero por más que intenté no salió por mis labios más que un soplo de aire que a nadie, ni siquiera a mí y mucho menos al perro, impresionó. Por el contrario, yo sentía que el miedo se iba avivando en mí y veía que el perro continuaba acechante, amenazador.

Entonces, como último recurso, se me ocurrió contarle una historia. Vayan ustedes a saber qué mentiras le habré contado, qué historia le mentí o qué cuento le inventé. Pero el caso es que el animal se detuvo. Dejó de gruñir amenazante, desistió de mirarme con furia, renunció a mostrarme sus dientes furiosos. Me miró primero con la cabeza ladeada hacia un lado, luego hacia el otro, y terminó con la mirada en calma y las orejas atentas a mis palabras.

Y como se había tranquilizado, suponiendo que se debía a la historia que le inventaba, continué. Palabra tras palabra, una frase hilada con otra y con otra y con otra más, fui armando un cuento hipnotizador. Y el perro (jamás vi a un animal tan atento, tan interesado), escuchó la historia completa, de principio a fin. Cuando terminé y le dije: Eso fue todo lo que sucedió, el perro me lanzó un rezongo sin enojo, dio media vuelta y echó a andar, alejándose de mí.

Salí del lugar en que me había mantenido y comencé a caminar. Pero a los pocos pasos el animal regresó a mi lado. Yo le dije como a un amigo: ¿Y ahora qué quieres, muchacho?, y seguí caminando. Él ni volteó a verme, me escoltó hasta la dirección que me habían dado. Esperó a que la mujer me abriera la puerta, me despedí de él y por fin se retiró sosegado.

Lo único que lamento ahora es no poder recordar ni una frase de la historia que le conté al maldito perro. Para que me haya perdonado la vida, no dudo que fue muy buena, pero mucho mejor la manera en que se la conté. Me hubiera gustado recordarla para intentar escribirla pero, para mi mala fortuna, el miedo de aquel día me la borró por completo de la memoria.

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