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ANDA BORRACHO PANCHO
Guillermo Berrones

II

Poco trabajo en el taller. Del Chevelle americano no habían llevado las piezas. La Van, sin batería, resultaba imposible probarla, el dueño tenía tres días sin aparecerse en el taller. Apenas una afinación hubo en toda la mañana. El Buda, su ayudante guardián, se entretenía empastando la puerta de un Renault viejo. Cuarenta pesos eran suficientes para escaparse a tomar las primeras cheves del día con su respectiva botana en La Faena.

El sol lamía el pavimento y los fresnos se achicharraban en el camellón del centro de la avenida. Pancho cruzó Pablo Livas y entró a la cantina. Los mismos cuadros con las mismas mujeres desnudas. El mismo cantinero con su gorra sebosa de beisbolista frustrado. Hasta los clientes eran los mismos de siempre. Se sintió repetido en el espejo. ¿Cuántas veces había vivido la misma escena? La primera cerveza llegó a sus manos sin pedirla. Todo igual, en automático.

Nada más ellas parecían distintas hoy. Las conocía, pero eran para él como una herramienta de trabajo, igual que sus pinzas o sus llaves milimétricas que van de un auto a otro. Paty se movía como iluminada por el ámbar de las cuatro Soles que les llevaba a los ocupantes de la mesa del rincón. Pasó junto a él luciendo la maravillosa estética de la cicatriz en su rostro. Era como un surco de nardos desde la oreja hasta la comisura izquierda de sus labios. Se parece más a la cremallera de un Ford 64, pensó Pancho, empinándose el último trago de la tercera Carta media.

Mary era un resplandor dorado platicando con un cliente en la barra, a dos bancos del suyo. Hipnotizado, siguió el tintineo rítmico de los aretes durante el acompasado movimiento de sus cabellos. Y la pulsera, un semanario de diez kilates, completaba la sinfonía chocando con las botellas. Su mirada tropezó con el trasero desbordado sobre el banquillo, en el momento preciso que Paty cruzaba luciendo sus chamorros lustrosos. Las dos marcaban la diferencia del día. Podía beber tranquilo el resto de la tarde.

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