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986 3 Febrero 2012

Asesinato de dos personas buenas
Hugo L. del Río

M
onterrey.-
A mediados de los años setenta del siglo pasado, John Frank Casias era un próspero hombre de negocios en Amarillo, Texas, donde nacieron él y su esposa Wanda. John Frank cuidaba mucho su presentación: se compraba zapatos de 200 dólares.

Un día vino a Nuevo León, caminó por las calles de Santiago y sintió El Llamado. Volvió a Texas por su esposa y se establecieron entre nosotros hace 29 años. Fundaron la Primera Iglesia Bautista Independiente Fundamental y se dedicaron a difundir la palabra de Dios, tal y como ellos la entendían.

Amaban a la antes risueña y tranquila comunidad y se daban por entero en su misión de salvar almas y procurar asistencia para los cuerpos.

“Este es nuestro pueblo”, decía John Frank con frecuencia.

Vivían con frugalidad: el misionero usaba calzado con agujeros en las suelas. Los donativos eran para los hambrientos y los desvalidos.

John Frank y Wanda vinieron a cumplir con su conciencia de cristianos: a nadie hicieron mal, muy al contrario. Sabían que Santiago hace rato dejó de ser el Pueblo Mágico pero fueron ajenos al miedo.

Los mataron para robar algo de lo poco que tenían.

Por el modus operandi, parece que nada tuvo que ver el narco: triste consuelo. De una u otra manera, nos asesinan los criminales, organizados o desorganizados.

Washington presume de proteger a los norteamericanos, en cualquier parte del mundo donde se encuentren, y de castigar a quienes les hacen daño. Esto no siempre es cierto: el Establishment es pragmático: mueve cielo y tierra y encuentra a los malos debajo de las piedras… si le conviene.

Los Casias eran gente buena y sencilla: los gringos generosos que hacen la grandeza de su país. Los judíos ponían una piedra en la tumba de las personas que les merecían respeto y afecto. Con reverencia deposito la mía. Recuerdo un “lead” de aquel gran reportero que fue Bob Considine y lo hago mío:

“Nunca los conocí, pero jamás los olvidaré”.

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La Quincena Nº92

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