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1099 11 Julio 2012

 

Aura, Rascón y Solzhenitsyn
Ismael Vidales

Monterrey.- Como ya sabemos, de pronto la muerte se llevó a tres grandes, muy grandes, de la palabra, el verso, el poema: Víctor Hugo Rascón Banda, Alejandro Aura y Alexander Solzhenitsyn.

Escribió Aristegui en su columna acerca de Víctor Hugo y Alejandro “debería prohibirse que poetas, escritores y dramaturgos se murieran. Más, si se mueren juntos.”

Cuánta razón tiene Carmen Aristegui. Sólo agregaré de mi parte “Descansen en paz”.

Lo que me llama la atención, es la visión que cada uno tuvo de la muerte.

Víctor Hugo Rascón Banda, escritor, crítico teatral, guionista y argumentista de cine murió a los 59 años, víctima de leucemia.  En el 2006 con el sello de Grijalbo apareció su obra ¿Por qué a mí?, en la que se pregunta “¿Por qué a mí?” y no al  Mochaorejas y los sacerdotes pederasta que agraden a tantos niños y que están enfermos del alma y del cuerpo. La respuesta le vino de su madre muchos años después: ¿Y por qué no? ¿Te crees privilegiado? ¿Quién eres tú para estar a salvo de una enfermedad grave?
Alexander Solzhenitsyn, Premio Nobel de Literatura en 1970, autor de la emblemática obra Archipiélago Gulag en la que reunió testimonios de sobrevivientes de los campos de trabajo soviéticos, murió a las 23:45 de insuficiencia cardiaca en Moscú.

En diciembre del 2007, una semana antes de cumplir 89 años, habló de la muerte así “Ya no temo a la muerte. Siento que es un hito natural en la existencia de una persona, pero de ningún modo el último”.

Alejandro Aura, dramaturgo, poeta, escritor, guionista, actor, gestor cultural, promotor de lectura, y bloguero, falleció víctima del cáncer a los 64 años. Llevó sus dolores con estoicismo viviendo intensamente los días que cada amanecer se descontaban de su activo, en el dinámico blog (www.alejandroaura.com) que mantuvo hasta el fin de sus días y en el que su esposa Milagros subió el último mensaje, que dejó con el título de

Despedida
Así pues, hay que en algún momento cerrar la cuenta,
pedir los abrigos y marcharnos,
aquí se quedarán las cosas que trajimos al siglo
y en las que cada uno pusimos nuestra identidad;
se quedarán los demás, que cada vez son otros
y entre los cuales habrá de construirse lo que sigue,
también el hueco de nuestra imaginación se queda
para que entre todos se encarguen de llenarlo,
y nos vamos a nada limpiamente como las plantas,
como los pájaros, como todo lo que está vivo un tiempo
y luego, sin rencor, deja de estarlo.
¿Se imaginan el esplendor del cielo de los tigres,
allí donde gacelas saltan con las grupas carnosas
esperando la zarpa que cae una vez y otra y otra,
eternamente? Así es el cielo al que aspiro. Un cielo
con mis fauces y mis garras. O el cielo de las garzas
en el que el tiempo se mueve tan despacio
que el agua tiene tiempo de bañarse y retozar en el agua.
O el cielo carnal de las begonias en el que nunca se apagan
las luces iridiscentes por secretear con sus mejillas
de arrebolados maquillajes. El cielo cruel de los pastos,
esperanzador y eterno como la existencia de los dioses.
O el cielo multifacético del vino que está siempre soñando
que gargantas de núbiles doncellas se atragantan y se ríen.
Lo que queda no hubo manera de enmendarlo
por más matemáticas que le fuimos echando sin reposo,
ya estaba medio mal desde el principio de las eras
y nadie ha tenido la holgura necesaria para sentarse
a deshacer el apasionante intríngulis de la creación,
de modo que se queda como estaba, con sus millones,
billones, trillones de galaxias incomprensibles a la mano,
esperando a que alguien tenga tiempo para ver los planos
y completo el panorama lo descifre y se pueda resolver.
Nos vamos. Hago una caravana a las personas
que estoy echando ya tanto de menos, y digo adiós.

 

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