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1101 13 Julio 2012

 

CRÓNICAS PERDIDAS
Apurada la conocí
Gerson Gómez

Monterrey.- Dejamos de querernos aun antes de casarnos. En todos lados, donde apareciéramos, tomados de la mano y sonriendo, aparentáramos lo contrario. Éramos la pareja perfecta desde el primer momento.

La conocí apurada, llegando tarde al taller de poesía. Ella con su aire de sofisticación. Yo, con mi personalidad de terrible enfant inédito le mire con natural simpatía. Trabajando en la burocracia, entrampado en el laberinto de la mediocridad.

Sus pechos flotando en el escote, sus nalgas frondosas, ajustadas bajo la falda.

Cada uno presentó un proyecto de libro bastante razonable al facilitador. Novedoso y competitivo para los compañeros. Estábamos a otro nivel académico. Descendimos algunos escalones para escuchar consejo. Lo pensamos en el monumento a la egolatría. Bajo la sombra del naranjo.

Nos invitamos a salir. Tomar un café. Cualquier pretexto. Hasta ir de compras a la venta de liquidación de Zara.

Le ayudé a cambiar de casa. Abandonar el edificio decrépito del centro por el agregado en la azotea de la casa al sur de la ciudad.

La cena fue la compensación al trabajo. Llevé una botella de ron cubano. Departimos los alimentos a la luz de las velas y de los inciensos. Bailamos sincopados con el jazz de Charlie Parker. Nos besamos en el living e hicimos el amor en la cama de piedra recubierta con el colchón de hule espuma.

Cuanto te vayas no hagas ruido, pidió. Luego se echo a dormir a pierna suelta.

Llegué a casa a las ocho am. No pude llevar a mamá al trabajo. Me duche, cambié y fui a trabajar puntual.

Con dos semanas de silencio envió mensaje al bíper.

Cabrón malnacido. Era todo el mensaje. Soy un caballero. Regresé la llamada.

Volvimos a vernos esa tarde, a su regreso de Veracruz. Conversamos de su estancia pasada en el sur de España. Y de la capital mexicana con sus parientes. La miré a los ojos. Lo jugué todo en un volado: abandoné la casa familiar y me mude con ella.

Nos queríamos. Eso era suficiente para sobrellevar el supuesto trance. La primera vez, supuesta madurez, de compartir espacio con pequeños visos de realidad.

Con las crisis silenciosas o los amargos despertares.

La manzana de la discordia hirió el hartazgo de dormir, uno al lado del otro. De sudar como cerdos en engorda. Compartir el lecho, sus aromas.

Un solo abanico. La pared recalentada por el sol donde me tostaba la espalda.

Colocar la cabeza en la almohada rellena de alfileres. Perder el sueño.

Tomar agua. Descorrer la ventana a la azotea. Salir a fumar. Observar los espasmos de la luz mercurial. El silencio en la calle.

Podía soportar su tono de voz chilanga. O el ir al teléfono público para llamar a su casa, en la capital, y preguntar cómo andaba todo por allá.

Pero los celos, al escucharla preguntar de noticias de su ex novio argentino, habitante de Mendoza, y de la mensajería inacabada entre ellos, me volvieron realmente loco.

 

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