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1132 27 Agosto 2012

 

A un año del Royale
Hugo L. del Río

Monterrey.- Es terrible lo que escribe Séneca: “Entre sus otros males, la crueldad tiene de pésimo que es necesario perseverar en ella, siendo imposible el regreso al bien. Los crímenes necesitan apoyarse en otros crímenes”.

El veinticinco de agosto es una página negra en la crónica de nuestra experiencia humana.

Todos fallaron, todos fallamos.

La vida de 52 adultos y dos bebés nonatos costó dos mil 300 pesos de gasolina.

Vinieron Felipe Calderón, su esposa y su corte de aduladores; aquí los esperaban Rodrigo Medina, su señora y no me acuerdo si por allá andaba también Larrazabal.

Rostros serios, gestos adustos, promesas solemnes. Para qué: ese día respiramos dolor: seguimos respirándolo.

A la hecatombe siguió la impunidad tomada de la mano del cinismo.

Los verdaderos enemigos son los asesinos, nos dice el gobierno en sus tres escalones. De acuerdo. La pregunta es: ¿Quiénes son los matadores; quienes derramaron la gasolina en los pasillos y paredes del casino, los policías que en sus patrullas estaban protegiendo a los incendiarios; los dueños del casino, quienes se negaron a tomar una mínima parte de sus millonarias ganancias para equipar al edificio con los mínimos elementos de seguridad; los hombres del poder, quienes sabían todo esto y no hicieron nada para evitarlo?

El jefe del comando de sicópatas ya no está en la cárcel: es testigo protegido; el señor Camacho, de Protección Civil, responsable de revisar que el desplumadero contara con salidas de emergencia, escaleras para incendio, extintores, mangueras, hachas y demás, sigue en su puesto cobrando sus quincenas:

Se confirmó un millón de veces que incumplió su responsabilidad y le valió madre.

Al propietario o propietarios de la casa de apuestas no los han molestado ni siquiera con un citatorio para que vayan a saludar al juez.

Y nosotros también somos culpables: no sabemos exigir justicia; o, lo que es peor, no nos importa; y seguimos abarrotando los casinos.

El Estado corrupto y criminal se corresponde con un pueblo cobarde y abyecto.

A la matanza siguió la mezquindad: bardearon las ruinas para cerrar el paso a los deudos. Y de ahí, se pasó a la burla: en la ceremonia vespertina se interpretaron vallenatos, como si fuera una fiesta.

¿Será que no queremos despertar? ¿Amamos las cadenas manchadas de sangre que nos aherrojan?

Pie de página
Miles de hombres hicieron posible el alunizaje de Neil Armstrong. Respeto y admiro su esfuerzo.

Pero estaban en nuestro querido –aunque muy madreado—planeta, sentados en cómodos sillones giratorios, con aire acondicionado, café y bocadillos y de vez en vez los caballeros habrán desviado un instante la mirada de las pantallas de computadoras para admirar las pantorrillas de las científicas espaciales compañeras de trabajo, quienes no por serlo dejan de tener buena pierna.

Pero allá, en lo ignoto, en un planeta que hasta ese histórico día era algo que para ser claro nadie sabía bien a bien qué onda, fue el QH.:. Neil Armstrong quien se la rifó, con superávit de ese producto de gallina que hoy, al igual que hace siglos, nos falta en México.

Neil no sabía lo que iba a encontrar y dio el paso que cambió la historia. Armstrong es norteamericano, pero nos pertenece a todos. Tiene razón el viejo borrachales y putañero de Faulkner: “El hombre prevalecerá”.

 

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