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1149 19 Septiembre 2012

 

FRONTERA CRÓNICA
En el amexicanado sur de Texas
J. R. M. Ávila

Monterrey.- Tras recorrer por escasos días los alrededores de San Antonio, Texas, tuvimos contacto con mucha gente que hablaba español y casi nos hizo sentir como si estuviéramos en cualquier punto de México. Tal vez hayamos encontrado las mejores muestras en los restaurantes que recorrimos.

En un Luby's, por ejemplo, pedimos información sobre una avenida a una mesera afroamericana que, aunque muy servicial, nos dio las señas en inglés. Pero como se disculpó por tener muy poco tiempo viviendo en San Antonio, le preguntamos a otra que sí conocía la ciudad y se dignó a hablarnos en español.

Una vez que nos orientó, le agradecimos que quisiera hablar en nuestro idioma. “Es que las otras meseras sí saben español pero no quieren hablar”. Y la verdad es que tenía razón en cuanto a querer hacerlo, porque hasta una gringa que nos atendió en Olive Garden y que luego reconocimos en un comercial de televisión se esforzó, tras atendernos en inglés todo el tiempo, para inquirir al final sobre nuestra comida: “¿'tá buena?”.

Pero el caso que más nos llamó la atención, en cuanto se refiere a querer atender en español a la clientela, fue el de una mesera que trabajaba en un restaurante de comida mexicana, llamado Pacho García Café, situado en Dilley, Texas.

En cuanto entramos, sin esperar a que habláramos, nos saludó con soltura en español, nos condujo a una mesa y nos preguntó cordial qué tomaríamos. Pedimos café descafeinado. Cuando nos lo trajo, una de las tazas rezaba una frase medio cursi, algo así como “Los amigos siempre aman” y Caro le sacó una foto con su celular. Cuando la vio, la mesera se acercó y se soltó hablándole en inglés sobre cómo podría ella sacar fotos con su celular.

Cuando le pregunté si se le había olvidado que hablábamos español, sonrió, se disculpó y volvió a su español fluido pero revuelto con español antiguo e inglés. Caro hizo el intento de sacar fotos con el teléfono de la mesera pero fue imposible porque el dispositivo no funcionaba. “Qué raro, se supone que aquí se le cliquea y jala”, dijo la mesera. “No es mío”, aclaró, “me lo prestaron y me lo truje, pero la verdá es que no le jallo”.

Nos preguntó qué íbamos a comer y pedimos omelet y huevos rancheros. Cuando se fue, nos llamó la atención un cartel de toreo pegado en la pared. Se anunciaba una corrida con Armillita, Dominguín y Pacho García como toreros. ¿El dueño del restaurante había sido torero? No nos sonaba conocido.

Cuando la mesera nos trajo lo que pedimos para almorzar (muy vasto, por cierto) y le preguntamos si el dueño era torero nos dijo que no, que se trataba de un cartel que mandaron hacer y pusieron el nombre del dueño junto a los nombres de los toreros. Agregó que ya no era el dueño, porque ya se había muerto, que ahora la dueña era la hija: “E'a es la que siguió con el negocio”, dijo.

Cuando entró una pareja, la mesera se retiró y les saludó con mucho gusto diciéndoles que hacía mucho que no los veía. Pero en lugar de preguntarles lo que iban a ordenar se sentó a platicar. Largo y tendido platicaron, como si estuvieran en su casa, hasta que por fin ella retomó su papel de mesera y anotó lo que almorzarán.

Enfrente de nosotros una mesera coqueteaba como por atención con cinco hombres. “No, eso sale very expensive”, dijo, y los hombres, con el mayor de los respetos, rieron de manera contenida, como para que los demás clientes no nos diéramos cuenta del coqueteo ni pensáramos que se propasaban.

En otra mesa, a nuestra derecha, se encontraban un hombre y tres mujeres ya mayores. Habían pedido caldo como el que acostumbramos en México y se veía que lo saboreaban con deleite mientras hablaban en el más perfecto spanglish que se pueda hablar en el sur de los Estados Unidos de América.

La mesera regresó a nuestra mesa y preguntó si todo estaba bien. Le dijimos que sí y antes de que se retirara, leyendo su nombre, Elena, escrito en su blusa, le pregunté por su apellido: “Martínez”, contestó. “Igual que yo”, le dije, y sonrió sin saber qué decir. Le preguntamos de dónde era y dijo que de Chicago: “Mi papá, mi mamá y mis abuelos también nacieron allá. Me trujeron pa'cá desde muy chica y aquí nos quedamos”.

Antes de pagar fui al baño y me encontré con algo que creí sólo vería en los sanitarios de México. Propuestas sexuales con sus respectivos teléfonos, alardes acerca de tamaños y eficiencia, bravuconadas entre golfos y zetas. Salí del baño con una sonrisa, como me sucede en México cada que leo esos letreros.

Mientras pagábamos, tras la caja registradora descubrimos un reloj de pared con los números en sentido contrario y con las manecillas dando vueltas hacia la izquierda. Buscamos a la mesera para darle propina pero estaba en conversación con clientes recién llegados, y optamos por dejársela en su casillero.

La verdad es que gracias a eso, en nuestro viaje por el sur de Texas no extrañamos a México. Vimos por televisión los verdes rayos laser en la cara del espurio que pretendía dar el Grito de Independencia; escuchamos a la gente corearle en su cara: “¡Asesino!”, “¡Fraude!”, “¡Un México sin PRI!”. Supimos de más muertos por la guerra contra cierto narco. Nos enteramos de la fuga del penal de Piedras Negras. Todo normal, así que no nos perdimos de nada.

Lo único que lamentamos es que en el área metropolitana de Monterrey casi nunca llueve y justo cuando no estábamos llovió. De veras lamentable para nosotros. En fin, algún día nos tocará ver llover en Macondo.

 

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