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1230 11 Enero 2013

 

La corrupción somos todos
Luis Miguel Rionda

Guanajuato.- Es bien sabido que el poder político y los poderosos suelen perpetuarse en diferentes ámbitos del espacio público, no siempre con la intención de servir, sino de servirse y mantenerse en el erario. “No necesito que me den, sino que me pongan donde hay”, decía un refrán del viejo sistema autoritario, que se supone superado en nuestro país.

La lucha político electoral opositora, al menos desde el alemanismo, se basó en la denuncia de la corrupción de la clase política y del gusto arraigado por el robo o el cohecho. Las oposiciones siempre señalaron con dedo de fuego ese cáncer nacional, que muchos suponían producto del monopolio del poder y la ausencia de contrapesos y rendición de cuentas.

Desde los años ochenta del siglo pasado, diversas oposiciones de derecha e izquierda fueron conquistando crecientes espacios del poder público, primero en el nivel municipal durante esa década, luego en los estados de la república en los noventa, y finalmente inauguramos el tercer milenio con la alternancia en el poder ejecutivo federal. De igual manera, los poderes legislativo y judicial fueron desarrollando una creciente y potente independencia, que nos hizo esperar que pronto se constituyesen en contrapesos y vigilantes del actuar de los ejecutivos. La transición democrática y la poliarquía nos hicieron albergar la esperanza de que la corrupción se extinguiera a consecuencia de las nuevas formas de ejercer la política. A mayor vigilancia, menor chance de robar… eso creímos.

Desgraciadamente estos veinte o veinticinco años de alternancia y democracia en municipios y estados, junto con la docena acumulada en la federación, nos han demostrado que la corrupción es característica de la cultura política del mexicano en el poder. Panistas y perredistas, como antes los priístas, han acumulado docenas de historias negras de inmoralidad al verse ante la oportunidad de construirse una fortuna personal rápida y sustanciosa. Luego de un trienio o un sexenio al frente de asuntos públicos, personajes conocidos por su original estrechez financiera suelen cambiar radicalmente de estilo de vida, y multiplicar sus posesiones o las de sus familiares hasta niveles inexplicables. La aritmética básica no funciona cuando se trata de dar seguimiento a los salarios señalados en la nómina pública, y las capacidades posteriores para hacerse de casas, ranchos, apartamentos de lujo, joyas o hasta navíos.

Buena parte de los estados y municipios del país están al borde de la bancarrota, mientras que sus exalcaldes y exgobernadores disfrutan de opulencia y placeres. Las contralorías son elefantes blancos, incapaces de investigar y acusar a los depredadores de lo público. Si un político es señalado por peculado, seguramente es por haber caído en desgracia política o en enemistad con “el jefe”. No hay temor real a las auditorías o a la rendición de cuentas, pues no cumplen más que un papel simbólico.

En tiempos de la colonia existía una institución sumamente interesante: el llamado “juicio de residencia”, al que todo funcionario de alto rango, incluidos los virreyes, debían someterse al entregar el cargo. Durante seis meses el exfuncionario debía someterse a una investigación por parte de “visitadores” reales, y con frecuencia recibía castigos pecuniarios cuando se le demostraba una mala actuación. Incluso podía verse inhabilitado para cumplir otro encargo para la corona española. En nuestra época no contamos con ningún recurso equivalente: no existe la manera de “pasar a la báscula” a un exfuncionario público por parte de la ciudadanía. Sólo cuando hay deseo de venganza de algún poderoso –el presidente de la república, por ejemplo– se desatan las capacidades del estado para defenestrar a algún personaje. Todos recordamos los funcionarios y gobernadores que cayeron en desgracia en tiempos de Salinas de Gortari, y el desquite de su sucesor en contra del “hermano incómodo”. En esos casos no se trata de justicia, sino de arreglo de cuentas.

Una de las promesas de campaña de Enrique Peña Nieto fue la de crear un cuarto poder dedicado a fiscalizar a los otros tres, así como a los diferentes órdenes de gobierno. Es la Comisión Nacional Anticorrupción, que tendría autonomía efectiva de los otros órganos del poder público. La dirigirían cinco comisionados designados por el senado, a propuesta del presidente de la república. Tendría capacidades de investigación y proacción, y puede actuar a partir de denuncias ciudadanas. En teoría, sería un vigilante independiente, con capacidades legales para presentar denuncias penales contra cualquier servidor público. Si así fuese, los diferentes ámbitos del Estado se verían liberados de su actual situación ambivalente ante la corrupción, pues dejarían de vigilarse a sí mismos y dejarían esa tarea en manos de un agente externo.

Hay una luz de esperanza al final del túnel. Al menos eso quiero creer.

Antropólogo social. Profesor investigador de la Universidad de Guanajuato, Campus León.
luis@rionda.net – www.luis.rionda.net - rionda.blogspot.com – Twitter: @riondal

 

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