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1253 13 Febrero 2013

 

FRONTERA CRÓNICA
De carne y hueso
J. R. M. Ávila

Monterrey.- Un hombre regresa ebrio a su casa. Al amanecer, mientras él mueve el auto para ir al trabajo, su esposa nota que ha olvidado algo y sale para dárselo. Al ver de frente el auto, nota que una niña está incrustada en el radiador. Desmayo de la mujer y estupefacción del hombre. La historia parece pedir a gritos una moraleja de campaña antialcohólica, pero, ¿convence? Tal vez no, pero es una leyenda urbana.

Hace muchos años, cuando yo tenía menos de diez, un vecino adolescente nos asustaba con la leyenda (no urbana, sino rural) de que los robachicos andaban buscando niños para llevárselos y encerrarlos en las cortinas de una presa.

Según decía, encerraban entre dos paredes a los niños robados y ahí los dejaban, sin comida, sin bebida, hasta que terminaban muertos y había que sustituirlos con otros niños, como si se tratara de relevos. Según aseguraba, esto se hacía para que los niños gritaran asustados cuando las presas estuvieran por desbordarse y así alertaran ante el peligro de una inundación.

Nosotros, por supuesto, nos lo creíamos y vivíamos atemorizados de tal manera que, en cuanto oscurecía, nos refugiábamos en nuestras casas procurando estar lo más cerca posible de nuestros seres queridos, en el entendido de que su compañía nos brindaría la protección necesaria.

Eran otros tiempos. Ni los niños ni las niñas de hoy se creen tan fácil las leyendas bautizadas como urbanas. Hasta podemos verles sonreír mientras se las contamos y casi adivinamos su pensamiento: “¿De veras se creerá lo que nos está contando?”
Lo temible en esta época no son las leyendas ni los cuentos de semiterror infantiles, sino los hechos terribles que ahora suceden, como si las leyendas que a nosotros nos espantaban se hubieran materializado.

Sin ir más lejos, hace casi una semana desapareció un niño de 8 años en Guadalupe, Nuevo León. Moisés Alejandro Rojas Juárez, después de llegar de la escuela el jueves pasado, salió de su casa y ya no se le volvió a ver.

Lo buscaron en los alrededores. Nada. Lo buscaron en casa de sus amigos. Nada. Lo buscaron por doquier. En vano todo. Anocheció, amaneció el viernes, lo echaron de menos en su salón de clases. Pasó el fin de semana y la búsqueda no tuvo éxito.

En tanto, la gente supuso que se trataba de un secuestro para pedir rescate, que lo venderían en Estados Unidos a una familia sin hijos, que la ex pareja se lo había llevado para chantajear a la madre, que se traficaría con sus órganos vitales, que el narco lo había reclutado. Todo supuestos y nada de certidumbres.

Por fin, el lunes por la madrugada lo encontraron en un baldío a más de diez kilómetros de donde vivía con su madre. Al principio se pensó que había sido asesinado a golpes pero luego se le descubrieron huellas de estrangulamiento. Su cadáver estaba cubierto con piedras para dificultar la búsqueda.

Un hombre (ex pareja de la madre) fue quien condujo a las autoridades hasta los restos del niño. La mujer responsabilizó al hombre y éste acabó confesando el asesinato, declarando que lo hizo celoso ante el nuevo novio de la mujer.

Estamos de acuerdo de que en este caso no fantaseamos sobre una niña incrustada en un radiador, ni sobre un niño emparedado en la cortina de una presa imaginaria, sino que hablamos de algo sucedido a gente real, con nombres reales, en lugares reales, durante los últimos días.

No cabe duda. Entre mis tiempos de niñez y los que ahora corren, hay muchas cosas que han cambiado. Las leyendas ahora son, podría decirse, de carne y hueso, aunque no espanten ni indignen a tanta gente por mucho tiempo.

La renuncia del Papa dizque por su avanzada edad, el asesinato de cuatro jóvenes desde unos taxis, el arraigo de seis personas por haber violado a varias mujeres en Acapulco, las ejecuciones y los atentados varios por todo el país, en fin, hasta el superliderato en futbol de Tigres de la UANL, van dejando en el olvido a este asesinato.

Como si hubiéramos perdido no sólo la capacidad de asombro ante el espanto, sino hasta la de indignación ante hechos tan abominables.

Como si nada inhumano nos fuera ajeno.

 

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