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1277 19 Marzo 2013

 

Oro sucio
Hugo L. del Río

Monterrey.- Don Francisco Castillo Nájera, embajador de México en EUA, se enteró a principios de marzo de 1938 que el Presidente Lázaro Cárdenas estaba decidido a expropiar el petróleo. Dicen que dijo: “Ah, chingao, si hay expropiación hay cañonazos”.

No los hubo: el Presidente Franklin Delano Roosevelt había dado un giro a la política exterior de la gran potencia, y su amigo y embajador en México, el periodista Josephus Daniels, dejó en claro, desde que llegó, en 1933, que venía a atender a los intereses de su patria y no a los de los magnates norteamericanos.

Es increíble que los mexicanos sepamos tan poco acerca de este hombre que desempeñó un papel importantísimo en la gesta del 18 de marzo. El señor Daniels y su esposa ingresaron por tren a territorio mexicano en una atmósfera de intrigas y bombazos. Él lo supo mucho después, pero el general Cárdenas, entonces secretario de Defensa, organizó un grupo militar para –con gran discreción– proteger a los Daniels.

El flamante diplomático, periodista al fin y al cabo, algo se olió y al llegar el convoy a San Luis Potosí, decidió bajar a caminar un poco. Un funcionario de la embajada, míster Clarks, quien tenía la doble misión de asesorar y, también, escoltar al señor Daniels, le aconsejó que, por razones de seguridad, se quedara a bordo. “No vine a México para ser prisionero de nadie”, le contestó.

Plutarco Elías Calles mandaba en México –Abelardo L. Rodríguez, Presidente nominal, era su mandadero– y puso su poder al servicio de la oligarquía petrolera. El sonorense era hombre de gran inteligencia, y cuando personas así se equivocan, lo hacen en grande. Instaló a don Lázaro en el Palacio Nacional porque estaba seguro de su sumisión.

En el 37 el problema petrolero ardía (el señor Daniels recibió informes de que desde que tomó posesión el señor Cárdenas en1934, se estaba creando una macroempresa estatal para extraer, refinar y vender el petróleo); desde antes de la expropiación los barones del oro negro exigían a Washington y Londres la intervención armada: diplomacia de marines y acorazados.

El señor Daniels, viejo amigo de FDR, le informó ampliamente de los abusos y crímenes de las corporaciones petroleras y después del 18 de marzo se les dijo a Rockefeller y compañía que al rescatar el petróleo, México simplemente había hecho cumplir la ley y el fallo de la Suprema Corte: a don Lázaro, Washington nada más le pedía el pago de la correspondiente indemnización, de un monto correspondiente a los libros de contabilidad de las corporaciones.

El secretario norteamericano de Estado, Cordell Hull, era, al igual que el embajador Daniels, hombre del “Sur profundo”: se le alborotaba mucho la testosterona y soltaba la mostaza. Entendía y aceptaba que México actuó conforme a Derecho, pero como sureño bronco ordenó al señor Daniels que entregara al canciller Eduardo Hay una comunicación en la que demandaba, en tono muy agresivo, garantías de que México pagara, pero al grito de ya, la compensación económica.

La conversación que siguió, entre el canciller Hay y el embajador Daniels es otro gran momento en la Historia (con mayúscula, porque el evento lo amerita) de los dos países. Hay se quejó de la rispidez del mensaje y el embajador Daniels le dio la razón y ofreció una solución. “Le diré al secretario Hull que el documento no fue aceptado por la Cancillería, porque México ya se había comprometido a indemnizar a los petroleros y, en consecuencia, ya de antemano se habían aceptado esas condiciones”.

Trece días después de la expropiación, el señor Cárdenas le dijo en una carta al representante de Washington que “por su actitud, Señor Embajador, su Presidente y su pueblo se han ganado el afecto del pueblo de México”.

La campaña internacional de Prensa que siguió tuvo sus altas y sus bajas. En un periodicucho, se publicó que “hay que enseñar a esos grasientos (en referencia al mandamiento bíblico; y lo de grasientos: cierto tipo de gringos nos dicen “greasers”) aquello de ‘no robarás’”. Vamos: robamos lo que es nuestro. Pero, The New York Times y otros grandes rotativos como The Manchester Guardian destacaron en notas y editoriales la justeza de la causa mexicana.

Las corporaciones petroleras afirmaban, entre tantas mentiras y estupideces, que como somos un pueblo latino, de sangre caliente, nos habíamos dejado llevar por el temperamento. Dos días después de la expropiación, el Presidente Cárdenas se fue a nadar en el cráter helado del Nevado de Toluca. Al salir, cubierto de hielo, dijo a sus acompañantes: “Ahora no podrán decir que estamos calientes”.

En su trilogía sobre don Lázaro, escribe Fernando Benítez: “La Iglesia se unió al gobierno por primera vez y bendijo la expropiación, solicitando la colaboración de los fieles. Y el suntuosos Palacio de Bellas Artes contempló una escena desusada: el pueblo llenó el vestíbulo con el deseo de contribuir con algo al pago de los bienes de las empresas. Los hombres daban dinero, las mujeres ricas sus alhajas y las muy pobres su único rebozo, un cordero, un par de gallinas”.

Esto lo hicieron nuestros mayores: al carajo con la globalización. A los globalizadores hay que restregarles en las narices lo que Cambronne les dedicó a los ingleses en Waterloo.

El petróleo es nuestro, no vamos a fallarles a nuestros padres y abuelos. Ellos, hace 75 años, vencieron a los dioses del Olimpo de oro sucio de sangre. Ni madres de privatizar. Peña Nieto prometió que no se hará, pero son promesas de político. Mejor estar en guardia, y recordar que don Lázaro, llegado el peor de los casos, estaba preparado para incendiar los pozos.

Pie de página
Las memorias del señor Daniels en México se titulan “Diplomático en mangas de camisa”. El libro debería ser lectura obligatoria de todos los mexicanos, aunque no sé si está traducido al español. Y lo menos que podemos hacer es levantarle una estatua al periodista de Carolina del Norte.

 

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