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1292 9 Abril 2013

 

Fumando espero
Hugo L. del Río

Monterrey.- En el relámpago y la ternura de sus enormes ojos, Sara cantaba la historia y los sueños de todos los pueblos que hablamos el castellano. Su canto era un salmo de amor prometido pero burlado que escuchamos desde un mar lunar.

Este espacio, se supone, es para escribir sobre cosas de la política, siempre miserable, siempre gangrenada, purulenta. Pero se fue Saritísima, la última diva, y se llevó un pedazo de mi juventud. Heroína juarista de “Veracruz”, con Gary Cooper, el coronel de la Confederación, quien perdió todo menos la nobleza, y Burt Lancaster, el villano de quien lo único bueno que se puede decir es que nadie se molestó en sepultar su cadáver.

La vi por vez primera, claro, en “Locura de Amor”: la morita adolescente enamorada de Jorge Mistral, capitán de Castilla. Muchos años después se reía de sí misma: “Mala, malísima (en la película es una malvada), pero ahí el público comenzó a notar que en realidad yo estaba buenísima”.

Hemingway la enseñó a fumar puros y el maestro León Felipe, uno de sus grandes enamorados, la llevó por la ancha, generosa senda de la Literatura y la Poesía. Sarita siempre fue la joven ardiente que nos alborotó la hormona con “Fumando espero”, y la violetera que nos ofrece la flor por dos reales, y entre sonrisas pícaras y risas de mujer plena le revela al mundo, poco antes de irse, que “tengo un amigo con derecho a cosquillas y no digo más”.

Fue la primera española en filmar en Hollywood y a ver quién olvida el entrañable trío que formó aquí con Pedro Infante y nuestro Piporro. Ella también es nuestra, como nuestros son El Quijote y Cien Años de Soledad, la catedral de Toledo y las pirámides incas y mayas, Goya y Diego, Bolívar y El Cid. Sarita es hermana de la princesa de Éboli, la bella esgrimista tuerta que poco faltó para que hiciera rodar por tierra la corona de Felipe II; y sin duda en estos momentos estará de sabroso palique con la Güera Rodríguez y Nahui Ollin.

Una vez don Alfonso Reyes nos comentó entre burlas y veras que a ratos se sentía enamorado de ella, y al dramaturgo Miguel Mihura, quien la hizo mujer, lo volvió loco con su sabiduría tantas veces milenaria. El gran amor de su vida fue Severo Ochoa, pero no pudo ser. Se fue el científico y Saritísima decidió que una cama vacía es hielo y soledad. El lecho, ya se sabe, sirve para todo: hasta para dormir. La cantaora de Castilla-La Mancha dejó hechos trapo a muchos hombres: “Los Amores la rodean/ y las Gracias la acompañan”, entonó con su trova Juan Meléndez Valdés, quien de haberla conocido, la habría amado.

José Tous fue el más leal y constante de sus compañeros –el del cosquilleo sale prudentemente de la escena– y supo ser padre de los hijos adoptados. Ay, Sarita, tobillo fino, cintura angosta, pie breve y la voz entre amarga y dulce que nos llenaba el corazón hasta llevarnos a esos espacios azules de un Cosmos donde en alguna estrella sin nombre atesoramos la melancolía al recordar vidas que no vivimos.

¿Cantó con Plácido Domingo? Pepita Embil le separaba en su teatro un asiento todos los días y, sin duda, Vincent Price le habló de Edgar Allan. Compartió secretos de mujeres muy mujeres con Frida, Joan Fontaine y Marlene Dietrich y, al hundirse en los ojos de la española universal (tenía, también, ciudadanía mexicana), Neruda tal vez se habrá preguntado una vez más por los misterios del amor.

Sarita “fue una excepción al puritanismo franquista,” escribió Elvira Lindo en El País. Para cantarle a la real hembra de las violetas, los tangos y el cuplé, nombraría a un poeta desinhibido, enamorado del amor y de la carne, como lo fue ella. José Espronceda –majo de mala fama– dice: “¡Ay!, de tu luz en tanto yo viviere/ quedará un rayo en mí, blanco lucero/ Que iluminaste con tu luz querida/ La dorada mañana de mi vida”.

Esa violeta, Sarita, no se la vendas a nadie, que es para mí.

 

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