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1292 9 Abril 2013

 

Mi querido Macuache, II
Eloy Sandoval

In memoriam
de Andrés Arteaga Castañeda (q.e.p.d.)

Monterrey.- Esa revista de Crónica 7 no logró llegar a larga vida, duró apenas doce ediciones, porque Fernando Cantú publicó un capítulo del libro de Irma Salinas Rocha, donde ella desenmascaraba al famoso “Grupo Monterrey”, porque varios de ellos la habían despojado a ella y su familia de su fortuna y le hicieron la vida imposible tachándola de loca y otras sandeces. Fernando y su equipo también se convirtieron en enemigo público de los empresarios nuevoleoneses. Ante esto, los empresarios del Grupo Monterrey presionaron al gobierno obligándolo a que mediante elementos de Gobernación, llegaran a la Sultana del Norte y en una acción autoritaria y gansteril entraron a la imprenta donde se editaba el libro de Salinas Rocha, secuestraron las placas, los negativos y todo lo ya impreso e impidieron la salida pública del libro. Más no así, las copias que empezaron a circular a nivel nacional, donde se detallaba quiénes eran y cómo se las gastaban los empresarios poderosos aglutinados en el Grupo Monterrey.

El gobierno y los empresarios, ante el peligro de dejar crecer un enemigo muy poderoso en la prensa, se dedicaron a comprar o a robarse cada edición de las revistas de Crónica 7 en los puestos de periódicos y revistas en toda la ciudad de Monterrey y su zona metropolitana, a negarles publicidad y a desprestigiar la publicación, obligándolos a cerrarla ante la falta de recursos para editarla y pagarle al personal.

Este hecho coincidió con la conformación del Grupo Sidermex (Siderúrgica Mexicana), donde el gobierno federal –en su vertiente paraestatal– aglutinó a las empresas del acero –Altos Hornos de México (Monclova, Coahuila), Siderúrgica Las Truchas, Lázaro Cárdenas, Michoacán) y Fundidora Monterrey y Aceros Planos (Monterrey, Nuevo León) en un consorcio nacional. Y para efecto de fortalecer la idea, el presidente José López Portillo manejaba la tesis de que mucho del avance en lo productivo o el deterioro de su sistema laboral se debía a los trabajadores.

Esta inquietud se la planteó a Manuel Buendía, quien publicaba “Red privada”, la columna política más poderosa e importante en todo el país en el periódico Excélsior, y le pidió el presidente a Buendía, hacer un proyecto periodístico de estado que fortaleciera la idea de mejorar las cosas, que sensibilizara a los miles de trabajadores de todo Sidermex y que propusiera soluciones. Claro, Portillo intentaba a su vez que Buendía le bajara de tono a su columna política, o cuando menos no lo atacara tanto a él y a su gabinete.

Buendía aprovechó la ocasión y como todo buen periodista diseñó un proyecto, pero con la salvedad de que para hacer posible un buen resultado del mismo, lo operara su auxiliar Miguel Ángel González Sánchez de Armas. La propuesta se aceptó. Buendía sugirió a Miguel Ángel que para la operación buscara y contratara a gente capaz, con espíritu periodístico, de ideas liberales y progresistas, de preferencia a periodistas egresados de la universidad pública, no de universidades privadas. Y al llegar en 1978 a Nuevo León, Miguel Ángel encontró en el equipo de Crónica 7, a los elementos adecuados para la operación del proyecto periodístico, la mayoría eran de la primer generación del Colegio de Periodismo de la UANL.

Fernando Cantú fue contratado como director para sacar el periódico Ahmsa-Avante, en Monclova, junto con Luis Cepeda “el Doc”, como fotógrafo. Para Fundidora Monterrey, fueron contratados para sacar el periódico Di-Fundidor, Andrés Arteaga Castañeda, Pedro Cepeda Montes, Gilberto Trejo Ávila, Miguel Cepeda, Manuel Altamira Peláez, Manuel Galván y Jorge Castillo, y para Las Truchas, un grupo de aquella zona el cual editaría el periódico “Costacero”.

El Grupo Monterrey había derribado a Crónica 7, pero en vez de caerse hacia abajo se cayeron hacia arriba. De la noche a la mañana, aquellos desempleados tenían trabajo federal, muy bien remunerado, mejor que en cualquier periódico local, empresa privada u oficina pública, y con todas las prestaciones habidas y por haber. Y mediante algunas columnas políticas, los testaferros de la derecha local, inconformes criticaban aún a la empresa por tener un periódico y periodistas con ideas izquierdosas.

Cuando entré a ese departamento, ellos ya tenían casi dos años de labores. Había lo indispensable para la manufactura de un periódico: redacción, diseño, laboratorio de fotografía, archivo, capturista de datos, máquinas de escribir, equipo fotográfico, vehículo, oficina independiente, y abasto para material o equipo. Ahí se hacía el original y la edición impresa se maquilaba en la rotativa de El Diario de Monterrey –hoy Milenio–.

En ese trabajo fue donde conocí realmente a Andrés Arteaga Castañeda. Él fue quien me enseñó fotografía y a tomar fotografías, a revelar e imprimirlas en el laboratorio fotográfico. Nos hicimos uña y mugre, carne y hueso. Éramos la pareja clásica del periodismo, el matrimonio perfecto. Él, un fotógrafo experimentado, bueno y auxiliador, y yo, un pasante de comunicación y novato reportero con deseos de superación. Para ese momento, Andrés era además reportero gráfico de deportes para el Esto y varias publicaciones deportivas de corte nacional. Las mejores gráficas o secuencias él las lograba, procuraba tener buena cámara, buenos lentes, lentillas y accesorios diversos para una mejor calidad.

Hacer el trabajo periodístico no es sencillo ni fácil, porque eso implica, sacar excelentes o al menos buenas fotos, y obtener los datos completos o por lo menos los suficientes para redactar una buena nota. Y hace 33 años, las personas cuando se veían apuntadas con una cámara metálica de color negro con flash acoplado, se asustaban, se sorprendían, se ocultaban, y más cuando escuchaban accionar el mecanismo de arrastre al recorrer la película y el clásico click al tomar la foto y ver cómo se abría y se cerraba el obturador de la cámara mecánica a través de la lente de aumento, y más aun si el fotógrafo usaba el motor para sacar una secuencia de cinco o más fotos a toda velocidad. Y mirarse ante un fotógrafo de casi dos metros de altura como Andrés, con poco más de cien kilos de peso, pues con mayor razón se impactaban.

Pero Andrés ya había desarrollado su propia técnica fotográfica. Cuando el objetivo era a lo lejos, sus ojos adquirían el perfil del águila: medían la distancia, checaban la limpieza y la luz del medioambiente, sopesaban el cuadro, analizaban la forma, encuadraban, seleccionaban un objetivo y cernían el horizonte en busca del mejor ángulo de disparo o la mejor hora. En ocasiones dejaba la toma para después, y añadirle otro elemento, tomarla en la noche o al atardecer, eso era hacer la foto y si era necesario hacerlo a deshoras, lo hacía, era su pasión la fotografía y hasta el quinto infierno iba por ella. Era como un Terminator en el registro y procesamiento de datos visuales: Intensidad de la luz, grado de obturación, grado de Asa en la película, distancia del objetivo, velocidad de disparo, ángulo de disparo, definición del objetivo, y decisión para tomarla, es decir, no malgastar un cuadro, no perder tiempo y en todo caso, intentar hacer arte de una imagen. Y cuando la decisión era tomar aquella gráfica de su interés, entonces sus movimientos adquirían la sedosidad felina de la pantera, la sensualidad del gato para sacar la cámara y el accesorio requerido y ponerla al punto, tomaba la pose adecuada, entreabría sus labios asomando apenas la punta de su lengua entre ellos y entonces, aplicaba la certeza de la Cobra para el disparo preciso y exacto. Sin moverse, seguía enfocando para un segundo o tercer disparo o bien, cerrar o abrir un punto extra al obturador y tomar uno o dos cuadros más.

Y luego para él venía lo mejor, le encantaba el corolario festivo de la foto: disfrutaba a raudales del asombro del jefe inmediato o de quien recibiera la foto cuando veían aquella toma increíble. Su rostro con alma de niño jugaba a las adivinanzas, sus “eh, eh” como susurros cascabeleros asomaban por entre sus dientes, la sonrisa se transformaba en risa y adquiría la dimensión exacta del maestro, y entonces venía su explicación del porqué había salido así y cómo lo había hecho. No era díscolo ni envidioso, explicaba, enseñaba y recomendaba a quien quisiera escucharlo para aprender.

Cuando el objetivo a retratar era en corto, de frente, en vivo, en plena entrevista, todo su ser cambiaba. Y como si fuera un mago, entonces él se empequeñecía, su rostro infantil y amoroso salía a flote en la sonrisa y la mirada, buscaba la empatía con el objetivo hasta lograrla. Dependiendo del grado de dificultad del entrevistado o entrevistada, él dejaba de existir, se hacía invisible, para no estropear la foto y no espantar al objetivo con su enorme humanidad o su cámara fotográfica. Aquí era donde entraba mi participación como entrevistador. Ya nos habíamos tomado la medida ambos. Sabía que yo haría lo posible para sacarle al entrevistado las gesticulaciones adecuadas para darle a él los elementos necesarios, distraer al entrevistado y darle los segundos necesarios para que sacara la cámara, la preparara y tomara una buena foto periodística. Buscaba ubicarme de tal manera que le diera a él un mejor ángulo posible, facilitarle la toma o el momento. En ocasiones y dependiendo del entrevistado, él participaba con algún comentario, alguna observación, mientras despacio sacaba su cámara, la preparaba y si era necesario no usar el flash, lo hacía, y hacía la toma requerida. En otras, yo le hacía la seña y entonces él actuaba con la rapidez y certeza posible.
         
La mayoría de las veces, salimos bien librados y festejados. En ocasiones se comprometía y dependiendo de la existencia de material, regalaba una o dos fotos, sin ánimo de lucro. Generalmente salía contratado para hacer la toma de algún evento del entrevistado o de algún familiar. Ese era el plus de su buen trabajo. Y de continuo recibía la llamada de felicitación por la foto publicada, eso era lo más reconfortante porque era indicativo de que la labor había estado bien hecha.

Continuará…

 

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