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1294 11 Abril 2013

 

Río
Guffo Caballero

Monterrey.- Abajo, un riachuelo se pierde entre los matorrales. Adentro, los pasajeros comienzan a impacientarse. El olor del indigente que subió en la estación anterior ha impregnado el vagón. Algunas personas han dejado de lado lo que iban leyendo o han desprendido la mirada de sus reproductores de música. Miran hacia el frente del carro, buscando una respuesta.

Yo observo por encima del hombro el pequeño río que desprende un vapor espeso y cruza por debajo de las vigas metálicas del puente, entre las estaciones Castle Frank y Broadview. Corre con calma entre dos avenidas principales de la ciudad. Los arbustos que lo bordean ondulan con el viento y los coches circulan en la misma dirección que lleva el agua. Nadie más mira hacia afuera. Están más preocupados buscando una explicación.

La respuesta llega a medias. Proviene de las bocinas del vagón: una voz pide disculpas por “los inconvenientes”, pero no especifica cuál es el problema ni la razón por la que nos detuvimos a mitad del puente. La voz dice que tardarán diez minutos en “arreglarlo”, y se vuelve a disculpar por la molestia ocasionada.

Apenas se calla la voz de los altoparlantes, se escucha una carcajada en el otro extremo del coche. Es el indigente. Se desprende de un salto del asiento y camina como si cojeara por el centro del vagón. Viste con harapos y calza solamente un zapato roto. Va carcajeándose y señalando a cada pasajero con su mano mugrienta.

Las personas se echan hacia atrás con repulsión. Algunos no pueden disimular el horror en sus rostros y prefieren fingir que miran hacia otro lado. El hombre se acerca cada vez más a mí. Ya ha señalado y se ha reído de la mujer rubia de lentes de pasta gruesa, del hombre calvo con rasgos de medio oriente que carga bolsas de comida y del hombre de saco y corbata que parece un ejecutivo.

Me giro hacia el otro lado y observo el riachuelo. De pronto, todo es silencio. La pestilencia del aire es más penetrante. Sé que el hombre está frente a mí. Siento un escalofrío. Vuelvo la mirada al interior del vagón y la poso en el rostro del vagabundo, esperando su carcajada. Pero ni siquiera me observa. Tampoco me apunta con el dedo como lo hizo con los demás. Ve a través de la ventana. A lo lejos. Hacia donde se pierde el río. Su rostro se transforma. No es el rostro del demente que mostraba los dientes amarillos y podridos mientras se burlaba de los pasajeros.

El hombre sacude la cabeza, como si acabara de salir de un trance hipnótico. Su agrio olor a orines no deja de martillarme la nariz. En eso, baja la mirada, me ve a los ojos, me señala con el dedo y me hace un guiño. La cara se le transforma de nuevo en la de un loco, se da la media vuelta y, entonces, rompe en carcajadas.

Se siente un tirón. El tren avanza. El hombre se sostiene de un tubo que va del piso al techo. No para de reír. Los pasajeros vuelven a sus lecturas, quienes escuchan música miran las pantallas de sus reproductores y otros se ponen de pie y se acercan a la salida. Yo observo el riachuelo, que se va quedando atrás y desaparece cuando entramos en el túnel y llegamos a la siguiente estación.

Las puertas se abren. El indigente ríe con más fuerza. Señala a todos los presentes, ahora con ambas manos, y sale del vagón. Se para del otro lado de la ventana, en silencio. Me observa otra vez con esa cara de cordura. Sopla contra el vidrio y lo empaña. Escribe una O una Í con el acento y una R al revés. Desde donde estoy puede leerse la palabra RÍO. El hombre me señala con el dedo índice, sube la mano despacio y se pone el dedo en la boca, como si quisiera que le guardara un secreto. Su secreto. El tren avanza y el hombre se pierde a los lejos, como se perdió el riachuelo.

 

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