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1298 17 Abril 2013

 

FRONTERA CRÓNICA
Los rangers del planeta
J. R. M. Ávila

Monterrey.- Reginald Thayer pinta de cuerpo entero a los gringos ante las guerras pasadas, presentes y por venir en “La celebración”, texto incluido en Creía que mi padre era Dios, compilación hecha por Paul Auster.

Según cuenta Thayer, al terminar la Segunda Guerra Mundial, en cuanto se enteran de la rendición de Japón, miles de soldados estadounidenses emprenden la celebración en Sioux Falls, Dakota del Sur. Beben, reciben abrazos y besos de civiles. Alegría, gritos de júbilo y algarabía campean por doquier.

Se desatan desmanes “inocentes”, como la compra de una camioneta a un granjero a base de una colecta improvisada entre los asistentes. Apenas la pagan, le prenden fuego para divertirse viéndola arder. A tal grado llega la euforia que soldados, civiles y hasta bomberos disfrutan del espectáculo.

La gente arremete contra los escaparates de las tiendas, mientras los pocos policías que vigilan a la multitud no son capaces de intervenir ni parecen interesados en hacerlo. El consumo de alcohol contribuye para que cundan las discusiones y deriven en salvajismo, caos y violencia.

De repente, seis u ocho soldados blancos se le echan encima a un soldado negro (han vencido al enemigo exterior y ahora van contra el enemigo que tienen más a la mano). Se oyen gritos enardecidos para que lo maten, para que acaben con ese “negro hijo de puta”. El agredido se les escapa, corre aterrorizado, la turba alcoholizada lo persigue y lo lleva hasta un callejón sin salida.

El soldado negro se enfrenta a la multitud. Suda, pero el terror se le ha vuelto coraje. Eso para en seco a los perseguidores. Sólo un soldado blanco le lanza un puñetazo que es esquivado y contestado por el perseguido, ante lo cual el blanco queda tirado en el suelo.

El soldado negro se retira sin que nadie se interponga en su camino y entonces Reginald Thayer, el narrador que ha visto la acción desde lejos, se siente culpable por no haber intervenido en su defensa.

Como dije al principio, el texto pinta de cuerpo entero a los gringos, que desbordan patriotismo y unión mientras las guerras se libran en territorios ajenos. Pero cuando no son arrastrados por las guerras en el exterior, parecen no poder contenerse entre ellos, de manera que perpetran tiroteos en escuelas o hacen explotar bombas en maratones para, en seguida, culpar a países enemigos suyos como pretexto para intervenir (¿les gusta Corea del Norte, por ejemplo?).

La intervención bélica de Estados Unidos de América en el mundo implica no sólo la canalización de la violencia que se deja sentir hacia el interior del país, sino un negocio que le ha sido exitoso desde que se convirtió de 13 colonias en nación.

Hasta ahora, los gringos se han asumido como los rangers del planeta (en los corridos mexicanos se les dice rinches), pero más que guardianes del orden parecen proveedores de guerra por doquier porque si no, ¿a quién le venderían armas?

Por la manera en que se inmiscuyen en los asuntos de otros países, cualquiera diría que no tienen sino enemigos regados por dondequiera, aunque casi todos los países se ostenten como amigos suyos. Tal vez más bien sea como diría aquella mujer montañesa en una caricatura norteamericana: “Mi hijo no tiene enemigos: lo que pasa es que sus amigos no lo quieren”.

A ellos parece no preocuparles. Ellos se conforman con que les compren armas y guerras.

Y vaya que las saben vender.

 

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